Thursday, February 03, 2011

El hombrecito de Marlboro

La imagen de las tierras de Arizona,
antes que ninguna otra imagen...
J. L. Borges

Aparte de sus trabajos de vaquería en Tucson y Tombstone, Arizona, mi tío Alfonso se educó como herrero y plomero en los talleres del Ronquillo, en las minas de Cananea, y por lo mismo no tenía problemas para encontrar trabajo en cualquier parte del mundo. Era obrero “calificado”, técnico.
Muy joven, hacia 1929, le dio por irse a una ciudad de Oregon —Portland, tal vez—, se enamoró de una muchacha, de apellido Jones, y tuvo con ella un hijo: mi primo Ricardo.
Pasaron los años y yo entré en la película justamente a la mitad del año 41, el primero de julio. Ricardo ya tenía más de diez años y siempre fue mi primo mayor. Creció con mi tía Laura porque Alfonso se separó de la señora norteamericana a la que nunca volvió a ver y se trajo al niño a Tijuana.
Una vez Ricardo me regaló unos patines de acero y solía llevarme al beisbol de la Puerta Blanca, a ver a los Potros. Era alto y flaco, güero colorado, de pómulos salientes, de rostro enjuto, como chupado, y el pelo le salía en rizos. Usaba unas camisas de manga larga, beige, y pantalones khaki. Manejaba una troca chevrolet. Podía trabajar al otro lado y ganar en dólares porque era gringo de nacimiento, mecánico, arreglaba sistemas de refrigeración y maquinaria agrícola en San Quintín, abajo de Ensenada. Venía todos los fines de semana a tomar con sus amigos. Le gustaba mucho la cerveza Mexicali.
El caso es que volvieron a pasar los años, como siempre. Yo me encaminaba ya hacia los cuarenta y tantos, con más años fuera que dentro de Tijuana, cuando me enteré por una de mis hermanas de que Ricardo estaba desahuciado. Luego su hijo, que también se llama Ricardo y es joyero en San Diego, me contó que en sus últimos días a mi primo le dio por buscar a su mamá. Sabemos que esas cosas pueden hacerse: con cartas, avisos en los periódicos, preguntando. Y dio con ella al cabo de unos meses: vivía en Tucson. La fue a ver.
Se habían puesto de acuerdo antes por teléfono. Cuando finalmente Ricardo se presentó en la casa de la anciana a la que no había visto en más de cincuenta años y la tenía enfrente, en la sala, reparó que en las paredes había más de una foto de un mismo personaje: el vaquero que en una imagen mítica de las últimas tres décadas anunciaba los cigarros Marlboro.
—¿Por qué está ese señor allí tantas veces?
—Era mi hijo. Tu medio hermano.


Durante muchos años guardé un recorte de prensa, pero lo perdí, una inserción pagada, en la que se contaba que el modelo de los anuncios de Marlboro
—con aquel sombrero blanco que le hacía publicidad indirecta a la marca Stanton— había muerto de cáncer

en el pulmón. Eduardo Gaitán, que trabajó como gerente de marketing en Philip Morris, los fabricantes de Marlboro, me explicó una vez que las escenas de los cowboys, arriando reses en las praderas nevadas (las que se oyen en la voz del actor Enrique Rocha en México, porque estos anuncios están prohibidos en la televisión de Estados Unidos),

tenían como trasfondo el tema de la libertad (aunque para muchos su verdadera oferta es la muerte). Nunca se me hubiera ocurrido, pero ese tipo de cosas suelen estar en la mente de los publicistas, como Leo Burnett, que introdujo la figura del vaquero en los años sesenta y el engañoso escenario de Marlboro Country que reproduce el tema musical de una película, Los siete magníficos.
Me llamó la atención la paradoja o, mejor dicho, la contradicción: el señor que fumaba los Marlboro en el anuncio terminó en la sala de oncología, y con ello me vino a la memoria la historia de mi primo Ricardo.
Pero para que vean ustedes cómo inventa la memoria, para que constaten una vez más que la imaginación nada tiene que ver con la información (ni la novela con el periodismo), lean cómo la conmovedora ancécdota de la búsqueda de la madre no fue como la he escrito. ¿Por qué? Porque la fantasía se va por un lado y la realidad histórica verificable por otro.
Marqué el teléfono de Delfina en Chula Vista, la viuda de Ricardo, y con dos o tres datos hizo pedazos mi cuento. Me dijo que en primer lugar Ricardo no nació en Portland sino en Magdalena, Sonora, y que si tenía tarjeta verde era por su mamá norteamericana.
Los datos de la pavorosa realidad aniquilaron mi argumento: Ricardo había nacido en 1923 y no “hacia 1929” y había muerto de cáncer en 1988 a los 65 años. Y no fue él el que se puso a buscar a su madre. Lo que sucedió fue que una media hermana suya, de Phoenix, empezó a buscarlo a él preguntando en las compañías telefónicas de las ciudades fronterizas qué números aparecían bajo el apellido Campbell. Y así dio con Ricardo y lo invitó a que conociera a su madre, Nelly Jones, que no vivía en Tucson sino en Phoenix.
Para pulverizar aún más mi historia Delfina me aclaró que el hombrecito de Marlboro no era hijo de Nelly sino de un hermano suyo, que efectivamente era cowboy, se dedicaba a organizar jaripeos, había trabajado muchos años como modelo para Philip Morris, pero que todavía seguía por ahí cabalgando porque nunca había fumado, salvo en las escenas de Marlboro Country.


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