Thursday, February 03, 2011

Onicofagia

La cara que tienes, Guillermo, mírala, tócatela: Son las ocho de la mañana cuando saltas la barda del deshuesadero donde guardan los coches y pasaste la noche. El sol te cae en los ojos lavados y sabes que dormir a medias en el auto que trajeron deshecho del barranco no puede ser una solución permanente, para escaparte, abandonarte en cualquier sitio que sustituya todo regreso a casa. Finges que sólo vuelves para bañarte, no para quejarte y mostrar la cara rasguñada en el antro, no para ocultar esa frente despierta ni para exhibir la parte del rostro que te lavaste en el grifo; te recuestas y muy pronto viene la tarde que te amodorra y obliga a quedarte en la cama; y los momentos siguientes son un moverte y removerte en la cama vacía, tratando de desprenderte de esos dolores, de esa cabeza enervada y punzante.
Miras la fotografía a colores. ¡Qué ocurrencia pegarla en el techo para dormirte mirándola! El fondo café o grisáceo respalda una silueta de líneas rectas hasta donde da vuelta la barbilla. Los huesos faciales, donde se aloja la nariz, dejan a flote una carnosidad exprimida largas horas ociosas en el espejo; los poros de las mejillas son las partes lisas entre las huellas del acné adolescente, supurante, de las primeras rasuradas en serio, de las de antes, por jugar, del rastrillo sin navaja. A pesar de la pose tranquila, con los ojos cerrados, el centro de las cejas empieza a formar un englobamiento definido; una pluma lo hubiera dado de un solo trazo. Ya no eres el mismo de la fotografía que tu madre colocara en la sala de la casa, el mismo de catorce años sonriente y con suéter verde, el graduado con mención honorífica, el predestinado a una carrera en la capital. Tu madre te señalaría allí, en el esquinero, de modo que sonreirías a quien entrara a la estancia y preguntara por ti; porque era inevitable ser amable con todo el mundo y los miembros de la familia siempre habían sido muy pocos, incluyéndote a ti, al ausente. Lejos de pensar en incorporarte, sigues tendido boca arriba. A lo alto, dos manchones de agua filtrada cruzan el techo, líneas resecas sobre la pintura suelta. Allí, como una superficie hueca, negra sobresale la imagen: el saco arrugado en el antebrazo, con la camisa café cerrada del cuello, es una sola pieza. Sólo una cámara fotográfica de aquellas antiguas habría registrado esa figura, excluido los verdes y rojos del celuloide. Una visión semejante brota del pelo. Lo mismo sucede con la frente brillosa, interrumpida por la calvicie incipiente y los primeros flecos canosos. No es otra que la frente de tu padre, acaso la repetición de sus mismas arrugas; y empiezas a percibir por qué se torna presente. De nuevo te ves sentado en la banqueta haciendo montones de tierra y mirando las nubes arriba de los postes. Repites tus rodeos alrededor del árbol, un árbol que no recuerdas cómo se llama pero que cuando no hace frío, en verano, da unas flores rojas, grandes. Y aquella noche viste el polvo pegado en los pétalos y por la acera apareció un perro aburrido, ocioso. El día que jugabas en el traspatio, imposible salir con aquella ropa. Eras muy chico entonces y nunca habías visto un desfile. Ya sabías caminar, pero tu padre te llevó en los brazos para que no te cansaras. Arturo marchaba con la bandera; la trompeta la llevaba Alberto, el hijo del dueño del taller. Cuando fueras grande, tu padre te iba a mandar a West Point.
De nuevo te ves sentado en la banqueta amarrando los fardos de libros y revistas o haciendo cualquier otra cosa cuando tu padre empieza a perderse por la bajada con su traje negro a la hora en que vas a repartir el periódico. A lo largo del barrio, sobre un costado de las banquetas, hay puertas abiertas, catres y gente desparramados. No se le ve a tu padre en tres días y en la calle los muchachos te explican su ausencia. Cuando fuiste a la tienda a los señores contaban que por impertinente, por borracho, tu padre fue a dar a la cárcel. Volviste a casa hecho un ahogo, apretando la bolsa de azúcar que trajiste sudada. Los postes y los árboles recibían el bullicio de las colmenas disueltas; los grupos de avispas, la casa y la gente dormida, trocaban inútil el menor intento por borrarlo todo. De noche, era mejor darle vueltas al patio, sobre todo después de la tarde calurosa cuando se humedece el polvo del suelo.
La cara que tienes, Guillermo; las pestañas pegajosas, como si no hubieras dormido, las ojeras.
Vivías en la calle Gaviota, en un cuarto de azotea. Te iban a correr de la facultad y ya no esperabas carta de nadie. De vez en cuando oías hablar de tus gentes. Tu padre no había vuelto a beber; ahora llegaba a los últimos años de jubilación y los cumplía pacientemente. Marta, tu hermana más chica, te mandó decir que no faltaba noche en que tu padre llegara sin una bolsa de pan dulce y que todos se dormían temprano. Al ver que ya no los necesitabas, extrañaste menos las cartas. Ante la idea de que las cosas iban por buen camino, confirmaste que el acudir a becas no te salvaba de compromisos ajenos y le contabas a Jaime que algún día podrías seguir sin la ayuda de nadie.
Al cabo de un año inventas que tienes trabajo y no irás a casa de vacaciones. Y todo por saberte solo, independiente, dueño de tus cosas y tus errores. Pero en esos días, cuando la ciudad se queda sin un alma, das por visitar a demasiados amigos. Lo único que he hecho este año, le decías a Luis, es masturbarme y mendigar el café y el camión. Después te arrepientes de tanta confesión inútil. No te ayuda en lo más mínimo descubrirte y repartir tus enojos. La tarde aquella, cuando te dejan en la esquina donde pasa tu camión, cruzas la calle y empiezas a subir las escaleras del museo. Después de trasponer las altísimas puertas de caoba, hacia abajo, está la biblioteca. Como todos los sábados a mediodía, revisas los periódicos que se editan en tu ciudad. Tu nombre, el mismo nombre sin apellido materno, traza el principio de la frase en que tu padre yace en el fondo de una zanja herido a puñaladas. Y las descripciones del hecho, viejo recaudador, cincuenta y siete años, profesor de la escuela secundaria, te llevan a comprobar la fecha del diario y piensas vertiginosamente que el correo se tarda a veces y que debes venir más seguido a la hemeroteca. Y deletreas de nuevo los datos, las últimas palabras que sólo mencionan el hecho, sin más explicaciones.
Vivías en la calle Gaviota. Hacías traducciones para una oficina del gobierno. El cuarto, tal como lo dejaste, se pagó con tus discos y libros cerrados, sin leer. Nunca volviste a ver si tenías alguna carta.
El olivo, el polvo: ese era el viento que venía. Las hojas apenas puestas: frágiles en los tallos del arbusto, el polvo pegado con la brisa nocturna. La casa, el perro blanco tiritando y las colmenas dispersas del último día que dejaste el barrio. La ciudad, la misma, la de todas las tardes, la cotidiana, la de sólo unos cuantos días en vacaciones de invierno, desolada y de viento cortante, del desierto.
El suelo de las calles.
Repetías tus rodeos en torno al árbol, el de las flores grandes, y tocaste el polvo humedecido en los tallos. Antes de partir, te apoyaste en la barda y por la puerta apareció un perro aburrido, ocioso. Ninguna otra noche se vieron aquellas banquetas más negras; la almohada del tren sirvió desfundada a tus primeros sueños.
Tu padre en un hospital. Tiraste el saco sucio y rojizo que tu madre había escondido en el ropero; las gafas fueron recogidas intactas y las pusiste en la cómoda. Por fin sirves para algo y haces la guardia de la noche ante tu padre dormido. Conoces las prescripciones, las prohibiciones de agitación y cigarros. Nunca habías visto aquella barba tan prematuramente blanca. Se ríe al sorprenderte fumando, y le das la mitad de tu cigarro, también sonriéndole. Y esa noche ven hacerse de día; te cuenta que las casas del pueblo –que aparecen por la ventana al amanecer— son muy frágiles pues la gente siempre mandó hacer las cosas así pura armazón de madera que algún día se podría quemar fácilmente. Encantado de la vida con sus clases en la secundaria, podía platicar en el patio y fumar entre clase y clase con los demás profesores. Te dijo que ya estabas grande y te llamabas Guillermo porque naciste el mismo días que él; que no te llamaste Felipe, como quería tu madre. El nada más quería descansar y vivir tranquilamente, y tú podrías irte a donde quisieras, o quedarte. No te dijo que te quería mucho, porque él no podía decir esas cosas.
Ahora vives en esta casa de huéspedes. Te lavan la ropa y te despiertan antes de las siete. Todo salía perfecto desde fines de aquel año en que decidiste no volver más. Los otros meses, los sientes como un sumergimiento en algo que no era tuyo, como si otra gente se hubiera puesto a vivir tu vida. La mayor parte del tiempo te dedicaste a recordar estas cosas –a contemplarte— y tuviste la impresión de que lo mejor de nosotros se va haciendo de motivos cursis; por eso era necesario callarse, no recordar nada, no dejarlos salir porque tienden a empequeñecerse. Y esto no tiene nada que ver con el estado que ahora recobras. Ya sabes, o se lo oíste decir a alguien, que las aficiones no las hereda nadie. El árbol que sembró tu padre, el olivo, debe estar lleno de polvo. Ese era el viento que venía. Y a veces te preguntas por qué recuerdas cosas que nunca antes te habías mencionado, y olvidas la manera de resolver los fracasos de las últimas semanas. No logras poner en claro la ocurrencia de dormirte en cualquier coche abandonado ni tu afición solitaria a la bebida, pero no le das importancia. Alcanzas a ver los poros de la mejilla de esa mancha a colores que está pegada en el techo para que te reconozcas y hables.
Y las pestañas despiertan la integridad del conjunto; penden como puestas una por una para no perderse ningún acontecimiento visible, ninguna letra del libro. Para no cerrarse más.
[1964]

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