Thursday, February 03, 2011

El hombrecito de Marlboro

La imagen de las tierras de Arizona,
antes que ninguna otra imagen...
J. L. Borges

Aparte de sus trabajos de vaquería en Tucson y Tombstone, Arizona, mi tío Alfonso se educó como herrero y plomero en los talleres del Ronquillo, en las minas de Cananea, y por lo mismo no tenía problemas para encontrar trabajo en cualquier parte del mundo. Era obrero “calificado”, técnico.
Muy joven, hacia 1929, le dio por irse a una ciudad de Oregon —Portland, tal vez—, se enamoró de una muchacha, de apellido Jones, y tuvo con ella un hijo: mi primo Ricardo.
Pasaron los años y yo entré en la película justamente a la mitad del año 41, el primero de julio. Ricardo ya tenía más de diez años y siempre fue mi primo mayor. Creció con mi tía Laura porque Alfonso se separó de la señora norteamericana a la que nunca volvió a ver y se trajo al niño a Tijuana.
Una vez Ricardo me regaló unos patines de acero y solía llevarme al beisbol de la Puerta Blanca, a ver a los Potros. Era alto y flaco, güero colorado, de pómulos salientes, de rostro enjuto, como chupado, y el pelo le salía en rizos. Usaba unas camisas de manga larga, beige, y pantalones khaki. Manejaba una troca chevrolet. Podía trabajar al otro lado y ganar en dólares porque era gringo de nacimiento, mecánico, arreglaba sistemas de refrigeración y maquinaria agrícola en San Quintín, abajo de Ensenada. Venía todos los fines de semana a tomar con sus amigos. Le gustaba mucho la cerveza Mexicali.
El caso es que volvieron a pasar los años, como siempre. Yo me encaminaba ya hacia los cuarenta y tantos, con más años fuera que dentro de Tijuana, cuando me enteré por una de mis hermanas de que Ricardo estaba desahuciado. Luego su hijo, que también se llama Ricardo y es joyero en San Diego, me contó que en sus últimos días a mi primo le dio por buscar a su mamá. Sabemos que esas cosas pueden hacerse: con cartas, avisos en los periódicos, preguntando. Y dio con ella al cabo de unos meses: vivía en Tucson. La fue a ver.
Se habían puesto de acuerdo antes por teléfono. Cuando finalmente Ricardo se presentó en la casa de la anciana a la que no había visto en más de cincuenta años y la tenía enfrente, en la sala, reparó que en las paredes había más de una foto de un mismo personaje: el vaquero que en una imagen mítica de las últimas tres décadas anunciaba los cigarros Marlboro.
—¿Por qué está ese señor allí tantas veces?
—Era mi hijo. Tu medio hermano.


Durante muchos años guardé un recorte de prensa, pero lo perdí, una inserción pagada, en la que se contaba que el modelo de los anuncios de Marlboro
—con aquel sombrero blanco que le hacía publicidad indirecta a la marca Stanton— había muerto de cáncer

en el pulmón. Eduardo Gaitán, que trabajó como gerente de marketing en Philip Morris, los fabricantes de Marlboro, me explicó una vez que las escenas de los cowboys, arriando reses en las praderas nevadas (las que se oyen en la voz del actor Enrique Rocha en México, porque estos anuncios están prohibidos en la televisión de Estados Unidos),

tenían como trasfondo el tema de la libertad (aunque para muchos su verdadera oferta es la muerte). Nunca se me hubiera ocurrido, pero ese tipo de cosas suelen estar en la mente de los publicistas, como Leo Burnett, que introdujo la figura del vaquero en los años sesenta y el engañoso escenario de Marlboro Country que reproduce el tema musical de una película, Los siete magníficos.
Me llamó la atención la paradoja o, mejor dicho, la contradicción: el señor que fumaba los Marlboro en el anuncio terminó en la sala de oncología, y con ello me vino a la memoria la historia de mi primo Ricardo.
Pero para que vean ustedes cómo inventa la memoria, para que constaten una vez más que la imaginación nada tiene que ver con la información (ni la novela con el periodismo), lean cómo la conmovedora ancécdota de la búsqueda de la madre no fue como la he escrito. ¿Por qué? Porque la fantasía se va por un lado y la realidad histórica verificable por otro.
Marqué el teléfono de Delfina en Chula Vista, la viuda de Ricardo, y con dos o tres datos hizo pedazos mi cuento. Me dijo que en primer lugar Ricardo no nació en Portland sino en Magdalena, Sonora, y que si tenía tarjeta verde era por su mamá norteamericana.
Los datos de la pavorosa realidad aniquilaron mi argumento: Ricardo había nacido en 1923 y no “hacia 1929” y había muerto de cáncer en 1988 a los 65 años. Y no fue él el que se puso a buscar a su madre. Lo que sucedió fue que una media hermana suya, de Phoenix, empezó a buscarlo a él preguntando en las compañías telefónicas de las ciudades fronterizas qué números aparecían bajo el apellido Campbell. Y así dio con Ricardo y lo invitó a que conociera a su madre, Nelly Jones, que no vivía en Tucson sino en Phoenix.
Para pulverizar aún más mi historia Delfina me aclaró que el hombrecito de Marlboro no era hijo de Nelly sino de un hermano suyo, que efectivamente era cowboy, se dedicaba a organizar jaripeos, había trabajado muchos años como modelo para Philip Morris, pero que todavía seguía por ahí cabalgando porque nunca había fumado, salvo en las escenas de Marlboro Country.


Onicofagia

La cara que tienes, Guillermo, mírala, tócatela: Son las ocho de la mañana cuando saltas la barda del deshuesadero donde guardan los coches y pasaste la noche. El sol te cae en los ojos lavados y sabes que dormir a medias en el auto que trajeron deshecho del barranco no puede ser una solución permanente, para escaparte, abandonarte en cualquier sitio que sustituya todo regreso a casa. Finges que sólo vuelves para bañarte, no para quejarte y mostrar la cara rasguñada en el antro, no para ocultar esa frente despierta ni para exhibir la parte del rostro que te lavaste en el grifo; te recuestas y muy pronto viene la tarde que te amodorra y obliga a quedarte en la cama; y los momentos siguientes son un moverte y removerte en la cama vacía, tratando de desprenderte de esos dolores, de esa cabeza enervada y punzante.
Miras la fotografía a colores. ¡Qué ocurrencia pegarla en el techo para dormirte mirándola! El fondo café o grisáceo respalda una silueta de líneas rectas hasta donde da vuelta la barbilla. Los huesos faciales, donde se aloja la nariz, dejan a flote una carnosidad exprimida largas horas ociosas en el espejo; los poros de las mejillas son las partes lisas entre las huellas del acné adolescente, supurante, de las primeras rasuradas en serio, de las de antes, por jugar, del rastrillo sin navaja. A pesar de la pose tranquila, con los ojos cerrados, el centro de las cejas empieza a formar un englobamiento definido; una pluma lo hubiera dado de un solo trazo. Ya no eres el mismo de la fotografía que tu madre colocara en la sala de la casa, el mismo de catorce años sonriente y con suéter verde, el graduado con mención honorífica, el predestinado a una carrera en la capital. Tu madre te señalaría allí, en el esquinero, de modo que sonreirías a quien entrara a la estancia y preguntara por ti; porque era inevitable ser amable con todo el mundo y los miembros de la familia siempre habían sido muy pocos, incluyéndote a ti, al ausente. Lejos de pensar en incorporarte, sigues tendido boca arriba. A lo alto, dos manchones de agua filtrada cruzan el techo, líneas resecas sobre la pintura suelta. Allí, como una superficie hueca, negra sobresale la imagen: el saco arrugado en el antebrazo, con la camisa café cerrada del cuello, es una sola pieza. Sólo una cámara fotográfica de aquellas antiguas habría registrado esa figura, excluido los verdes y rojos del celuloide. Una visión semejante brota del pelo. Lo mismo sucede con la frente brillosa, interrumpida por la calvicie incipiente y los primeros flecos canosos. No es otra que la frente de tu padre, acaso la repetición de sus mismas arrugas; y empiezas a percibir por qué se torna presente. De nuevo te ves sentado en la banqueta haciendo montones de tierra y mirando las nubes arriba de los postes. Repites tus rodeos alrededor del árbol, un árbol que no recuerdas cómo se llama pero que cuando no hace frío, en verano, da unas flores rojas, grandes. Y aquella noche viste el polvo pegado en los pétalos y por la acera apareció un perro aburrido, ocioso. El día que jugabas en el traspatio, imposible salir con aquella ropa. Eras muy chico entonces y nunca habías visto un desfile. Ya sabías caminar, pero tu padre te llevó en los brazos para que no te cansaras. Arturo marchaba con la bandera; la trompeta la llevaba Alberto, el hijo del dueño del taller. Cuando fueras grande, tu padre te iba a mandar a West Point.
De nuevo te ves sentado en la banqueta amarrando los fardos de libros y revistas o haciendo cualquier otra cosa cuando tu padre empieza a perderse por la bajada con su traje negro a la hora en que vas a repartir el periódico. A lo largo del barrio, sobre un costado de las banquetas, hay puertas abiertas, catres y gente desparramados. No se le ve a tu padre en tres días y en la calle los muchachos te explican su ausencia. Cuando fuiste a la tienda a los señores contaban que por impertinente, por borracho, tu padre fue a dar a la cárcel. Volviste a casa hecho un ahogo, apretando la bolsa de azúcar que trajiste sudada. Los postes y los árboles recibían el bullicio de las colmenas disueltas; los grupos de avispas, la casa y la gente dormida, trocaban inútil el menor intento por borrarlo todo. De noche, era mejor darle vueltas al patio, sobre todo después de la tarde calurosa cuando se humedece el polvo del suelo.
La cara que tienes, Guillermo; las pestañas pegajosas, como si no hubieras dormido, las ojeras.
Vivías en la calle Gaviota, en un cuarto de azotea. Te iban a correr de la facultad y ya no esperabas carta de nadie. De vez en cuando oías hablar de tus gentes. Tu padre no había vuelto a beber; ahora llegaba a los últimos años de jubilación y los cumplía pacientemente. Marta, tu hermana más chica, te mandó decir que no faltaba noche en que tu padre llegara sin una bolsa de pan dulce y que todos se dormían temprano. Al ver que ya no los necesitabas, extrañaste menos las cartas. Ante la idea de que las cosas iban por buen camino, confirmaste que el acudir a becas no te salvaba de compromisos ajenos y le contabas a Jaime que algún día podrías seguir sin la ayuda de nadie.
Al cabo de un año inventas que tienes trabajo y no irás a casa de vacaciones. Y todo por saberte solo, independiente, dueño de tus cosas y tus errores. Pero en esos días, cuando la ciudad se queda sin un alma, das por visitar a demasiados amigos. Lo único que he hecho este año, le decías a Luis, es masturbarme y mendigar el café y el camión. Después te arrepientes de tanta confesión inútil. No te ayuda en lo más mínimo descubrirte y repartir tus enojos. La tarde aquella, cuando te dejan en la esquina donde pasa tu camión, cruzas la calle y empiezas a subir las escaleras del museo. Después de trasponer las altísimas puertas de caoba, hacia abajo, está la biblioteca. Como todos los sábados a mediodía, revisas los periódicos que se editan en tu ciudad. Tu nombre, el mismo nombre sin apellido materno, traza el principio de la frase en que tu padre yace en el fondo de una zanja herido a puñaladas. Y las descripciones del hecho, viejo recaudador, cincuenta y siete años, profesor de la escuela secundaria, te llevan a comprobar la fecha del diario y piensas vertiginosamente que el correo se tarda a veces y que debes venir más seguido a la hemeroteca. Y deletreas de nuevo los datos, las últimas palabras que sólo mencionan el hecho, sin más explicaciones.
Vivías en la calle Gaviota. Hacías traducciones para una oficina del gobierno. El cuarto, tal como lo dejaste, se pagó con tus discos y libros cerrados, sin leer. Nunca volviste a ver si tenías alguna carta.
El olivo, el polvo: ese era el viento que venía. Las hojas apenas puestas: frágiles en los tallos del arbusto, el polvo pegado con la brisa nocturna. La casa, el perro blanco tiritando y las colmenas dispersas del último día que dejaste el barrio. La ciudad, la misma, la de todas las tardes, la cotidiana, la de sólo unos cuantos días en vacaciones de invierno, desolada y de viento cortante, del desierto.
El suelo de las calles.
Repetías tus rodeos en torno al árbol, el de las flores grandes, y tocaste el polvo humedecido en los tallos. Antes de partir, te apoyaste en la barda y por la puerta apareció un perro aburrido, ocioso. Ninguna otra noche se vieron aquellas banquetas más negras; la almohada del tren sirvió desfundada a tus primeros sueños.
Tu padre en un hospital. Tiraste el saco sucio y rojizo que tu madre había escondido en el ropero; las gafas fueron recogidas intactas y las pusiste en la cómoda. Por fin sirves para algo y haces la guardia de la noche ante tu padre dormido. Conoces las prescripciones, las prohibiciones de agitación y cigarros. Nunca habías visto aquella barba tan prematuramente blanca. Se ríe al sorprenderte fumando, y le das la mitad de tu cigarro, también sonriéndole. Y esa noche ven hacerse de día; te cuenta que las casas del pueblo –que aparecen por la ventana al amanecer— son muy frágiles pues la gente siempre mandó hacer las cosas así pura armazón de madera que algún día se podría quemar fácilmente. Encantado de la vida con sus clases en la secundaria, podía platicar en el patio y fumar entre clase y clase con los demás profesores. Te dijo que ya estabas grande y te llamabas Guillermo porque naciste el mismo días que él; que no te llamaste Felipe, como quería tu madre. El nada más quería descansar y vivir tranquilamente, y tú podrías irte a donde quisieras, o quedarte. No te dijo que te quería mucho, porque él no podía decir esas cosas.
Ahora vives en esta casa de huéspedes. Te lavan la ropa y te despiertan antes de las siete. Todo salía perfecto desde fines de aquel año en que decidiste no volver más. Los otros meses, los sientes como un sumergimiento en algo que no era tuyo, como si otra gente se hubiera puesto a vivir tu vida. La mayor parte del tiempo te dedicaste a recordar estas cosas –a contemplarte— y tuviste la impresión de que lo mejor de nosotros se va haciendo de motivos cursis; por eso era necesario callarse, no recordar nada, no dejarlos salir porque tienden a empequeñecerse. Y esto no tiene nada que ver con el estado que ahora recobras. Ya sabes, o se lo oíste decir a alguien, que las aficiones no las hereda nadie. El árbol que sembró tu padre, el olivo, debe estar lleno de polvo. Ese era el viento que venía. Y a veces te preguntas por qué recuerdas cosas que nunca antes te habías mencionado, y olvidas la manera de resolver los fracasos de las últimas semanas. No logras poner en claro la ocurrencia de dormirte en cualquier coche abandonado ni tu afición solitaria a la bebida, pero no le das importancia. Alcanzas a ver los poros de la mejilla de esa mancha a colores que está pegada en el techo para que te reconozcas y hables.
Y las pestañas despiertan la integridad del conjunto; penden como puestas una por una para no perderse ningún acontecimiento visible, ninguna letra del libro. Para no cerrarse más.
[1964]

No te digo que no

Carlos pertenecía a aquella familia Escobar que editaba el periódico de Santa Gertrudis. Muy ilustre la familia, la más prominente durante el porfiriato y después de la Revolución. Porque en Santa Gertrudis no hubo Revolución: llegó tardía y la recomposición social todavía demoró un poco más. En los años treinta y a lo largo de los cuarenta los Escobar seguían siendo los Escobar. Vivían en el casa más grande del pueblo, regenteaban el hotel, trabajaban una imprenta. Familia grande, numerosa. Gentes del prototipo de los bonitos, blancos, rubios, ojos verdes, y con la peculiaridad de que casi todos los hermanos eran artistas. Y aparte, muy trabajadores, muy centaveros, muy empresarios. Músicos. De generación en generación sobrevive en la familia una fuerte cultura musical: se oyen en las noches la guitarra, las mandolinas, el piano, los violines. En las habitaciones de la casona cuelgan instrumentos y en los estantes se acumulan rollos de pianola. Por los corredores y los solares amosaicados se ensayan los valses. Enseñaban a todas las generaciones de quinceañeras a bailar. A las ricas, por supuesto. Era un ambiente muy refinado, muy cabrón con los prietos, los morenos, los aindiados, los pobres.
Carlitos Escobar. Un príncipe. Un pequeño príncipe en el reino del desierto de Santa Gertrudis. Lo crían las viejas de la familia, las señoras, las nanas, mujeres muy bellas, en todo ese ambiente de casona grande, con flores, jardines, música, billetes. En esa temporada va a haber muchos saraos. Todavía hay viejos que se acuerdan de cómo fueron discriminados de todas esas pachangas. Y este muchachón crece y a los quince años enamórase de una muchacha de otro estrato social: la Porfiria. Ellos, aristocracia de pueblo. Ella, clase media de pueblo.
Se conocen en el coro de la iglesia. Porfiria se acerca al órgano. Se toca allí más de una fuga de Bach. Y allí se empiezan a tratar, se gustan, cotorrean, se ponen de novios. Se avienta Carlitos y la solicita en amores. Novios, novios, al estilo de pueblo, de platicar, de manita sudada, de estar bajo los naranjos mucho tiempo juntos. Pero se enteran los padres muy pronto, el asunto llega a preocuparlos y le hacen a Carlitos una conminatoria:
—Carlitos –le dice la mamᬗ, no puedes. No puedes continuar tu relación con la Porfiria. No está bien. No puede ser. Me matarías.
El muchacho se va para atrás; no puede dar crédito a lo que oye, pero actúa un poco en esa consecuencia y hay un cambio en el trato. Los jóvenes sólo se veían en la iglesia, mientras ensayaban en las tardes o tocaban juntos los domingos. Suspendieron formalmente el noviazgo, pero siguieron queriéndose y haciendo música juntos y, quizás, lo mínimamente posible que les permitía el pueblo. Y así se quedaron un tiempo, refrendado el amor en términos de que estaban clavados. Nunca se puso él de novio con otra. Ni ella se fijó en nadie. Así se pasaron unos años distanciados. Carlos habló con sus padres y consiguió que lo autorizaran a verla en su casa, con la condición de que fuera afuera, de que sólo se vieran en la banqueta y estuviera allí alguien cerca de ellos que diera prueba fehaciente de que no se tocaban ni se besaban. No eran novios, pero sí lo eran en la medida en que estaban juntos. En ese tenor transcurrieron quince años. Diariamente. Diariamente. Puntualísimamente a las seis de la tarde, metiéndose el sol, cesando el calor, perfumado, bañado, arreglado, con su violín, con su mandolina, con su guitarra, Carlos Escobar salía a casa de la Porfiria Sagástegui.
Oscurecía en el pueblo o se hacían las ocho de la noche, las siete y media, el rosario, y terminaba la visita. Una hora o una hora y media. Quince años. Murió la mamá de Carlos. Y los enamorados siguieron viéndose otros cinco años. Pasó una guerra y dos revoluciones, pasó la revolución del veintisiete, pasó la guerra del veintitantos, pasó la guerra del cuarantaintantos, y ellos siguieron allí, adorándose.
Duraron treinta y cinco años de novios. A los quince murió la mamá de Carlos, pero luego siguió el papá, y luego el hermano, y después todos los Escobar. Los que no se murieron se fueron a Hermosillo. La familia declinó. Y a los treinta y cinco años, una de esas tardes en que la visitaba, le dijo:
—Prepárate. Dentro de tres días nos vamos en la diaria.
La diaria corría todos los días de Santa Ana a Caborca. Llegaba a Santa Gertrudis a mediodía y volvía de regreso en la tarde. Eran caminos reales, vecinales, brechas que cambiaban con las lluvias o el viento. La corrida diaria la hacía un camión blanco y rojo de Transportes Norte de Sonora.
A los treinta y cinco años Carlos y Porfiria dejaron Santa Gertrudis. Hizo su maletita él. Hizo su maletita la Porfiria. Y se fueron a Magdalena. Se hospedaron en el hotel El Cuervo y se pusieron una borrachera de una semana. Ya sesentones. Setenteando. Se casaron, lo festejaron en el hotel y a los pocos meses murieron en Santa Gertrudis.
Cuando desaparecieron la gente del pueblo trató a la Porfiria como a cualquier fugada. El juicio draconiano del pueblo no la perdonó. Virtualmente la tildó de puta. Pero regresó casada. Se instalaron en la casona vieja y a los pocos meses terminaron de estar en este mundo. No alcanzaron a tener hijos. No tuvieron el periodo biológico para la reproducción. Esperaron a que se muriera el último representante digno de la moral de aquellos para que ahora sí, muerto el último, se acabara la prohibición. Ya no tenían compromiso con nadie.

Tuesday, February 26, 2008

Zurcido invisible

A Antonio Solito,
il meglior sarto,
in memoriam





Tendría que reconocerlo tarde o temprano: en el fondo lo que siempre le había gustado era la sastrería. Lo había sabido en el corazón al abandonarse a la aguja y al hilo, zurciendo unos pantalones, haciéndoles la bastilla, adelgazando una camisa por los lados. Sólo entonces alcanzaba a estar solo y gozar del silencio. Porque había que estar solo para ser uno mismo. Porque su otra ocupación, a la que ya le había dedicado más de treinta años de su vida, lo sumía en la nada, en una amarga impotencia: la novela imaginada no alcanzaba a cuajar.
Ideas no le faltaban a F, proyectos. Era incluso de lo más fácil e involuntario concebir una historia y un título que la anunciara. Lo difícil era dar con los personajes, hacerlos pasar de su condición de criaturas a otro ser desdoblado e impredecible. ¿Por qué no cambiar entonces de oficio? Sabía que algunos escritores realizados y de rendimiento incuestionable tenían un oficio secreto. El dramaturgo Arthur Miller era carpintero; en el sótano de su casa mantenía un taller con todas las herramientas posibles y muy frecuentemente se metía allí en las mañanas, todavía con la taza del primer café humeante en la mano. Le gustaba el olor del aserrín y la tersura de la madera. Y no porque le sacara la vuelta a la máquina de escribir o se aterrorizara ante la página en blanco. No: le gustaba terminar esa mesa, pulirla, untarle el barniz con una muñeca. Y, además, el tiempo transcurría de otra manera. El trabajo manual le permitía abandonarse a una suave meditación; sus pensamientos fluían sin freno alguno y tomaban derroteros casi nunca previstos. No era lo mismo pensar por escrito que pensar a solas o con un interlocutor enfrente. Al mismo tiempo, gracias a la carpintería pudo sin darse muy bien cuenta alejarse para siempre del cigarrillo y sus desmanes.
De Juan José Arreola siempre se dijo que reunía al lado de su pasión por la literatura otras vocaciones: la de sastre y, como Arthur Miller, la de carpintero. Era capaz de tallar a la perfección una raqueta china de ping-pong o combinar la cuadrícula del tablero de ajedrez con hojas de madera claras y oscuras.
Para Arreola la ropa siempre fue muy importante, “tanto por su poder de expresión como por su sensualidad y formó parte de mi amor por los objetos manufacturados”.
El autor de Confabulario y Varia invención, cuando era niño, solía acompañar a su padre (“que era un fifí”) en Zapotlán al sastre. “Recuerdo mucho el jaboncillo, o greda, con el que los sastres señalaban en los casimires los cortes y las medidas para guiarse.”
Por mucho que le gustara ensartar las palabras, en sus últimos años ya no envió ningún libro suyo a la imprenta. Y el que siempre tenía pendiente, Memoria y olvido, se lo contó a Fernando del Paso. Decía que el lenguaje era un material maleable, como la plastilina o el hierro que se redondeaba a raspones de lima. Toda su explicación didáctica de la literatura —Arreola fue el fundador de los talleres literarios en México— giraba en torno a símiles asociados a la carpintería o a la sastrería: “Un poema debe de ser como una camisa bien cortada.” Pero, por supuesto, esas vocaciones paralelas nunca fueron para Arreola un sucedáneo de la escritura. Las asumía desde muy joven mientras iba creando sus libros.
No era el caso de F. Escribir a mano era como tejer a mano. “Esta es una Tijuana escrita a mano”, le decía a Antonio. Sin embargo, escribía, escribía que no escribía, no paraba de escribir, pero todo lo que escribía se acumulaba como una dolorosa gratuidad, una enorme y trágica insignificancia. Lo apesadumbraba tanto su improductividad y el paso cada vez más rápido de los años que, poco a poco, en la intimidad de su escritorio y frente a la máquina de escribir trazaba y confeccionaba sus prendas de tela, prácticamente en secreto. Conocía en carne propia, porque lo había advertido en los sastres, que esa labor afinaba su capacidad de concentración y no dejaba hueco para la ansiedad. (Ninguno de los sastres de su barrio fumaba.)
No podía cortar un terno si no estaba inspirado, extendía el lino sobre una mesa del comedor y se dedicaba a mirar la tela como arrobado. Este proceso podía durar muchos días, acomodaba el lino de una u otra forma, sentía su textura, su peso, su elasticidad. Soñaba con el vestido de fiesta o el traje de novio que le habían encargado, con los pliegues o los bordados en canutillos, perlas, lentejuelas. Imaginaba las pinzas y la caída del vestido y las hombreras del traje al caminar con él. Tailor made, à taille, à mesure. Y sufría pensando que se agotaba el tiempo. Emprendía el vestido, el saco o el pantalón como si tomara la aguja para bastiar lo que pretendía ser una costura definitiva que la mano insegura del perfeccionista no se decidía a dar por buena. Seguía las marcas de la tiza, miraba los puntitos de la memoria que dejaba la máquina en un recorrido anterior y no renunciaba a sufrir mientras soñaba con la prenda terminada.
Obras ya las tenía, reconocimiento no le faltaba. Pero estaba paralizado. ¿Cómo era posible que no pudiera seguir escribiendo si ya había dado muestras de que lo sabía hacer, si por lo menos dos de sus novelas sobresalían ya en el catálogo de la literatura nacional? A falta de inventiva trataba de informarse, de recopilar datos sobre personajes e historias: revisaba sus archivos no en busca de ideas —que las tenía de sobra— sino de seres irrepetibles, únicos, que le ayudaran evitar la construcción de tipos convencionales a favor de individuos nunca antes convocados por el arte de la novela. Pero muy pronto entendió que, irremediablemente, la información era para él una especie de anticonceptivo literario.
¿Puede alguien cambiar de profesión a una edad ya muy avanzada? Parece una locura. Alguien que durante poco más de la mitad de su breve estancia en este mundo se ha dedicado a la ingeniería de presas, ¿puede de pronto dejar de ser ingeniero y convertirse en piloto fumigador o cocinero? Teóricamente resulta imposible: nunca se ven estos casos. Especialmente porque lo que a uno lo hace diestro y competente en un cierto campo es la práctica, la adquisición de un oficio por medio de la experiencia. Un dentista será cada vez más ducho entre mayor número de pacientes haya tenido. Un médico hará mejores diagnósticos entre más pacientes ausculte. Y así, cada quien en su profesión, va puliendo una mente especializada. No es fácil mudar de oficio. Sin embargo, F había llegado a la más profunda convicción de que no tenía otro camino. No tenía más remedio que ser él mismo. Y empezó a sentirse más libre, más sereno, a medida en que dibujaba el lino con la greda, cortaba con las pesadas tijeras, e introducía la aguja al hacer el último zurcido de su vida.


http://cuentosbrothers.blogspot.com/ [Los Brothers]

Thursday, July 20, 2006

Monday, February 27, 2006

Egoteca

Federico Campbell


Nació en Tijuana, Baja California, el 1 de julio de 1941.
Estudió derecho y filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México y periodismo en Macalester College (Saint Paul, Minnesota, EU) en 1967.
En 1969 fue corresponsal en Washington de la Agencia Mexicana de Noticias.
Entre 1977 y 1988 trabajó como reportero en el semanario Proceso.
Su novela La clave Morse fue publicada por la editorial Alfaguara.
Su antología de textos críticos sobre Juan Rulfo, La ficción de la memoria, apareció en 2003 bajo el sello de la editorial Era.
En el año 2000 ganó el Premio de Narrativa Colima, otorgado por el INBA y la Universidad de Colima, por su novela Transpeninsular.
En 1977 fundó la editorial La Máquina de Escribir.
En 1994 participó del Sistema Nacional de Creadores y en 1995 obtuvo la beca J. S. Guggenheim.
Ha traducido teatro de Harold Pinter, David Mamet y Leonardo Sciascia.
Escribe en la revista Milenio y en diarios del noroeste de México una columna semanal, más literaria que política: La hora del lobo.



Obra publicada
Novela:
Todo lo de las focas, Ed. Joaquín Mortiz, 1983, dentro del volumen Tijuanenses.
Pretexta o el cronista enmascarado. Fondo de Cultura Económica, 1979.
Transpeninsular. Joaquín Mortiz, 2000.
La clave Morse. Alfaguara, 2001.

Cuento:
Tijuanenses. Alfaguara, 1997. Tijuana. Stories on the border. The University of California Press, Berkeley. Traducción de Debra Castillo. Contiene Todo lo de las focas y cinco cuentos, entre ellos “Los Brothers”.

Antología:
El imperio del adiós. Aldus y CNCA, 2002. Antología de su prosa (cuentos y novelas).
La ficción de la memoria. Juan Rulfo ante la crítica. Era, 2003.

Ensayo:
La memoria de Sciascia. Fondo de Cultura Económica, 1989.
Post scriptum triste. Ediciones del Equilibrista, 1994.
La invención del poder. Aguilar, 1994.
Máscara negra. Joaquín Mortiz, 1995.
Conversaciones con escritores. Conaculta, 2004.

Entrevista:
La máquina de escribir [entrevistas con FC] por Hernán Becerra Pino. Ediciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Cecut, Tijuana, 1997.

* * *

La clave Morse
El hijo cuenta la historia de su padre, un viejo telegrafista. Treinta años después de la muerte de los padres, los tres hijos se ponen a hablar de ellos y descubren que cada uno tuvo una percepción distinta de cada uno. Más que la historia de un oficio en extinción, el de telegrafista, La clave Morse establece el escenario que la memoria reconstruye o inventa desde el juicio implacable de los hijos. Las mismas experiencias —nunca comentadas porque las vivieron juntos— resultan a la vuelta de los años distintas para cada quien: la invención del padre en cada una de las fantasías filiales.


Transpeninsular
El tema es la búsqueda del escritor perdido. Se trata de un trayecto por la península de Baja California y, por el pasado amoroso del narrador personaje, se va dando una superposición de geografías, la de las penínsulas de Baja California y de Italia. Es la historia de Fernando Jordán, un antropólogo y periodista que en los años 50 “descubre” las pinturas rupestres de Baja California y muere en 1956 en La Paz, a los 36 años, aparentemente por suicidio o asesinado.





Todo lo de las focas
Es una novela que sucede en la Tijuana adolescente del narrador personaje, una Tijuana de la memoria, hacia los años 50. El tono es beckettiano y melancólico. Gran parte de las escenas transcurren en una atmósfera enrarecida, delirante, esquizoide. El adolescente se enamora de una mujer norteamericana que llega al aeropuerto de Tijuana en una avioneta amarilla, y que finalmente concentra a todas las mujeres en la vida del narrador: la madre, las hermanas, la primera novia, la mujer. Seres sin definición precisa, intermedios, a medias, anfibios y aéreos, los protagonistas asumen la dilatación del tiempo y el purgatorio de su personalidad fronteriza.
Esta novela fue traducida al inglés dentro del volumen Tijuana. Stories on the border, por The University of California Press, Berkeley. Traducción de Debra Castillo.


Pretexta o el cronista enmascarado
Es la historia de un periodista, Bruno Medina, a quien una oficina del gobierno le encarga la falsa biografía, un libelo, del profesor Álvaro Ocaranza, con el fin de deturparlo. La novela recoge el ambiente de persecución política que se dio en México y otros países de América Latina a finales de los años 60. El drama se exacerba cuando el escritor fantasma, autor del libro anónino, siente que su relación con el profesor Ocaranza se trastoca en una identificación que descompone todo su ser y la vive como una traición al padre. Está también allí el tema de las relaciones entre la prensa y el poder.
Toda la patraña se vuelve para Bruno un problema de identidades, pirandelliano, una traición al simbólico padre y un vituperio del maestro, una forma de autodestrucción vital y literaria, una impotencia para vivir la vida con coraje, entusiasmo, pasión y riesgo. Su sexualidad, su soledad sexual, se desquicia, inútil y empantanada en una angustia onanista. Para su mayor desgracia, toma forma en su imaginación paranoica la posibilidad de que a la postre se le investigue por medio de un método lingüístico de estiloestadística. Conoce el terror cuando descubre que ese método (de policía literaria) en efecto existe y será su aniquilación moral, mental, irreversible, al poner en evidencia el proyecto que nunca había sospechado: el libelo de su propia vida.


La memoria de Sciascia
Es un análisis ameno e introductorio de todas las obras del escritor siciliano Leonardo Sciascia. Se trata de una reflexión sobre la mafia, la sicilianidad, la hispanidad, y las cosas que tenemos en común españoles, mexicanos y sicilianos: el Santo Oficio de la Inquisición, por ejemplo. Versa asimismo sobre la “sicilianización del mundo”, Sicilia como metáfora del mundo actual, y la desaparición del Estado. Contiene además una crónica de viaje por Sicilia y una entrevista con Sciascia.
Para Claude Ambroise, el especialista en Sciascia más importante, “la mejor presentación de la obra de Sciascia es un libro en lengua española, escrito por un mexicano (Federico Campbell, La memoria de Sciascia) que, sin pedantería, pero con precisión y pasión, delínea el contenido de la investigación sciasciana. La pertenencia de Campbell al mundo de la hispanidad le permite dar mayor espesor al aspecto español del escritor siciliano: el crítico mexicano reactiva el diálogo Sciascia-Borges e inserta, actualizándolas en un contexto latinoamericano, las reflexiones sobre la Inquisición y la injusticia”. (Leonardo Sciascia. Opere 1984-1989. A cura di Claude Ambroise. Classici Bompiani, Milano, 1991.)


Máscara negra (crimen y poder)
La sospecha de que la novela policiaca no sólo tiene como tema el de la justicia y la legitimidad política, sino también un universo en donde el poder se funde con el crimen, lleva al autor a tejer una meditación sobre el poder policiaco y la inexistencia del Estado. Ensayos sobre novela policiaca y crímenes reales.



Post scriptum triste
Se trata de un diario literario que adopta como modelo el Journal de Jules Renard o el Diario romano de Vitaliano Brancati: un diario en público. Su tema es el de la impotencia literaria: ¿por qué un escritor realizado deja de escribir y opta por el silencio? Hay una melancolía posterior al acto de concluir una obra, como sugiere el epígrafe del libro: Post coitum omne animal triste.

La invención del poder
Puede entenderse la invención del poder en el sentido en que se dice “el invento del paraguas”, pero también, y sobre todo, como la capacidad que el poder tiene de prefabricación y de inventiva. Es decir, el poder como productor de realidades y ficciones: manos de hierro y tigres de papel, a lo largo de una circularidad no menos teórica que práctica, pues el poder inventa pero al mismo tiempo es inventado.


La máquina de escribir
El volumen, a cargo de Hernán Becerra Pino, antologa veintitrés de las mejores entrevistas que a lo largo de su trabajo literario le han hecho al escritor tijuanense. Entre las obsesiones literarias del entrevistado destacan la aviación, la experiencia del vuelo, la transitoriedad del periodismo, la impotencia literaria, los equívocos de la memoria, el fantasma del padre, la pasión por Italia y la Baja California, la criminalidad del poder y una “Tijuana escrita a mano”.


La ficción de la memoria: Juan Rulfo ante la crítica
Selección y prólogo de Federico Campbell. Antología de cincuenta años de crítica sobre la obra literaria de Juan Rulfo.

Anticipo de incorporación

Mi madre y yo nunca nos llevamos muy bien. Único hijo entre dos hermanas, pronto me di cuenta de que nada tenía que hacer en territorio enemigo. Se trataba de una batalla perdida de antemano; escapé en cuanto pude de aquella casa tomada desde los cimientos por el gusto, el tono, la mirada de todas las mujeres que rodeaban a mi madre.
Allí y entonces se procuraba no hablar mucho de mi padre. Prácticamente desvanecida a lo largo de la semana, su presencia se concentraba de pronto, altisonante, en noches y madrugadas de alcohol y café. Las calles por lo demás se habían vuelto intransitables: el asalto montonero y súbito de otras pandillas, la impotencia para incorporarme a otros grupos de enchamarrados clubes de basquetbol, los Free Frais, los Pegasos, los Dragones, forzaban mi cada vez más cotidiano encerramiento. Me vi entonces poco más tarde, al terminar el verano, dentro de un Tres Estrellas de Oro que al trasponer el puente de la presa Rodríguez me arrancaba, por primera y quizás última vez, de aquella Tijuana adolescente que no supe hacer mía.
La cortina de la presa, alta y blanca, como la muralla de un castillo infranqueable, marcaba un punto de partida, de abandono, un desprendimiento definitivo y acaso prematuro. En las estribaciones de Tecate, al lado de los viñedos y los interminables olivares de Matanuco, el terreno verdeaba en algunas partes apenas rociadas por una lluvia mezquina. Unas rocas majestuosas y lisas parecían recién esparcidas, separadas unas de otras, por el vómito prehistórico y volcánico de las montañas que se desdibujaban en la lejanía morada y oscura del horizonte. Probablemente me quedé dormido cuando curveábamos por las subidas y bajadas de la Rumorosa. Horas después, la noche en todo su esplendor y su silencio, el cielo abierto y estrellado, me sumía en una meditación suave, como en duermevela, que por un lado ponía delante de mí el enigma de una ciudad como Hermosillo y detrás la repentina aparición de mi padre en la terminal de los autobuses: me regalaba unos chicles poco después de que mi madre pusiera en mis manos el boleto del viaje. Lo recordaba, sin embargo, en momento de exaltación y locuaz: la brusca intrusión en la casa cuando todos dormíamos, el violento encendido de las luces, los discursos, los irrefrenables monólogos que nos imponía a gritos y tensas pausas, la obligación compulsiva a tomar café.
El anaranjado amanecer del desierto volvía muy tenues aquellas impresiones. El sueño a medias, dulcemente interrumpido por el camino en recta y las muy infrecuentes curvas, la pasividad gozosa de sentirme transportado y la sensación de desvelo, equivalían al paso de la noche a la mañana, a la ausencia de mi casa, de la leche tibia, de los juegos con mis hermanas y del pirul caído en el barranco, donde nos escondíamos, pero también cancelaban un infierno, acaso momentáneo, que me expulsaba a cualquier parte del planeta. Sentía que me recostaba en el mundo.
Sedante, el efecto de la luz sobre la ventanilla, la quietud de los cactus y las chollas, me despabilaba y sólo tenía ojos para contemplar mi futuro inmediato, para adivinar en lo posible si aquel Hermosillo distante enclavado en la llanura desértica coincidía con mis preconcebidas ideas o mis temores.
Era como si hubieran evacuado la ciudad. Hacia las cuatro de la tarde las puertas de las casas permanecían cerradas. Nadie en las calles. Las plantas de sol se caían vencidas y quemadas. Un aire cálido, oleadas de viento, un incendio inubicable, cargaban la atmósfera, pero antes del anochecer las avenidas sin pavimento eran regadas por pipas que imprevisiblemente surgían entre el polvo a lo lejos y se desplazaban lentas, pesadas y generosas; se olía la tierra mojada, el suelo amarillento mientras yo caminaba por la calle Garmendia. Iba al cine. Sudaba. El relente de la medianoche reavivaba una íntima capacidad de ilusión. Pronto vendría septiembre, se cerraría el periodo de inscripciones, empezarían las clases en la preparatoria.
Y entonces empecé a marchar.
El primer domingo de enero nos presentamos en el cuartel. Salimos en formación cuando aún no había salido el sol. Más de mil hombres desvelados y friolentos éramos los únicos seres vivientes en aquella ciudad apaciguada. Marchábamos de cuatro en fondo, sin armas ni uniformes, reclutas recién convocados para una improbable movilización general. Avanzábamos frente a las escalinatas del Museo y Biblioteca pública buscando la salida hacia el descampado. La escala monumental de sus pétreas columnas daba al Museo un aire de la Roma imperial. Vino entonces la orden: debíamos correr a paso veloz. Sin darnos muy bien cuenta las casas de las afueras empezaban a quedarse atrás, a medida en que rompía abiertamente la mañana.
A lo lejos se perdía la vista en el valle horizontal y seco. Nos dividíamos en grupos, dirigidos cada uno por un sargento. Transcurrida la mañana en ejercicios de gimnasia y marchas, recibimos hacia el mediodía instrucciones de concentrarnos a lo largo de un bordo que indicaba el límite entre los sembradíos de algodón y un canal de riego. El mayor Dorantes subió entonces a lo lato de un promontorio. Le colgaba del hombro una bolsa de lona verde olivo, como un cartero desmañanado que en el campo de batalla se hiciera esperar parsimoniosamente ante nuestras solícitas miradas. Con un ojo en nosotros y otro en la lista que desplegaba frente a él uno de los sargentos, el mayor Dorantes fue gritando nuestros nombres de soldados. Uno a uno y alternativamente dábamos un paso al frente y, en posición de firmes primero, luego saludando, recogíamos la cartilla reglamentaria que el mayor iba sacando de la bolsa de lona. Quienes teníamos menos de dieciocho años, uno menos de la edad oficial, la recibimos al último: Nombre del soldado. Matrícula 421363—2. Anticipo de incorporación según oficio 54069, expediente D/143/184453, 30 de junio, 1960 (solicitud previa). Departamento de Reclutamiento e Identificación Militar. Secretaría de la Defensa Nacional. Servicio Militar Nacional. Clase “1943”.
—¿Quiénes han tocado antes tambor o corneta?
—Yo —mentí, sin querer. Supe entonces que podría hacerlo todo, todo lo que antes no me había atrevido a hacer y para lo que no me sentía preparado. Y así cada domingo nos separábamos del regimiento dando cuerpo a una banda de guerra estridente y desacompasada. Nos turnábamos en la escoleta; unos tocaban mientras otros dormíamos y fumábamos entre los algodonales hasta que venía uno de los sargentos y nos ordenaba volver al cuartel.


Todavía a oscuras, de diferentes puntos de la ciudad salíamos de prisa a tomar la primera clase de la mañana en la preparatoria. Todos convergíamos, recién despiertos y en silencio, en la explanada de donde se desprendía la primera nave del edificio; un letrero de mosaicos cobrizos configuraba, por encima de nuestra indiferencia matutina, una sentencia indescifrable:

MÁXIMA LIBERTAD DENTRO
DE UN MÁXIMO DE ORDEN

Hacia las doce del día, al vaciarse la escuela, la consuetudinaria dispersión de los grupos cobraba otro ánimo. Caminábamos en bola. Nos deteníamos a tomar un refresco.
—Siempre he andado entre dos mujeres –les decía a Graciela y a Laura.
—Nosotras te cuidamos –dijo Graciela.
Veíamos de paso a Jacinto Astiazarán, el pelo cortado a la cepillo y al rape alrededor de las orejas, que calentaba su Islo como si fuera una Harley—Davidson. Llevaba una chamarra negra de cuero y cuello de borrego. Los lentes ahumados lo hacían aparecer más grave y ensimismado, interesante, mientras se ponía los guantes de gamuza, solo, siempre solo, siempre un jinete solitario en la pradera que salía disparado y raudo montado en su motoneta.
Al despedirme de Laura y de Graciela, vi la gran mole del Museo y Biblioteca del Estado que descollaba, lejos del cerro de la Campana, como el cuerpo más alto de la ciudad. Me sentía cada vez más pequeño e insignificante al irme acercando a la escalinata, como si debiera tomar aire antes de acometer escaño por escaño aquellas columnas de inevitables evocaciones románicas. Los enormes volúmenes de las dos alas laterales confluían en rectas verticales, caían sobre una reja que guardaba la estatua del general Abelardo Rodríguez. Sobre los corredores, a la entrada de la biblioteca, buscaban la sombra fresca algunos estudiantes en cuyos ojos aún persistía la concentración de la lectura.
Entré en la hemeroteca. Puse los libros sobre la mesa y empecé a revisar los periódicos de Baja California que llegaban con dos o tres días de retraso. Tomé uno del jueves. Era sábado. Una nota perdida en las últimas secciones me dejó helado. Tomé los libros a la carrera, y salí corriendo por las escalinatas del Museo, no sabía hacia dónde. Abajo vi que Jacinto Astiazarán dirigía las prácticas militares con los comandos del Pentatlón. Aullaban, golpeaban el suelo con sus pasos de ganso. Corrían al trote y seguían a Jacinto Astiazarán, recto, vertical, metido en su chamarra de cuero, lentes oscuros, pantalones de mezclilla y altas botas negras de caballería, allí, abajo, en aquel campo, en aquel peliculesco Zeppelinfeld de Nurenberg.
A las doce y media salí de clases. A las doce cuarenta y cinco entré en la hemeroteca.
Hojée los periódicos que se editaban en Tijuana. Leí las primeras páginas. Repasé las secciones interiores. Abajo, en una esquina:

VIEJO TELEGRAFISTA HERIDO A PUÑALADAS

A la una y diez bajé corriendo las escaleras del Museo. A la una y cuarto iba caminando por las calles, sin rumbo preciso. A las tres de la tarde alguien puso en mis manos un boleto en el andén de la terminal. Y me fui. A las seis de la tarde atravesaba el desierto en un autobús rojo y muy frío. A la media noche remontaba las cuestas de la Rumorosa.
A las cinco de la mañana entré en el hospital civil de Tijuana.
Su barba, prematuramente gris, sobresalía por encima de las mantas: mi propia frente, mis propios ojos. Existía la prohibición expresa de agitación y cigarros. Nunca antes me había visto fumar. Me acerqué a su cama con el cigarro entre los dedos. Le di un beso en la frente.
Me fui al pasillo a seguir fumando. La silueta de la torre de Agua Caliente empezaba a contrastar con el fondo del amanecer. De vez en cuando me asomaba a su cuarto. Dormía en paz, tranquilo, pausado, como un niño.
Muchas horas después apareció mi madre y una de mis hermanas en el corredor.
—No sabíamos que estabas aquí.
—¿Por qué no me avisaron?



Volví a Hermosillo.
—Cueros –dijo el mayor—. Hay que cooperar. Por cada cuero de chivo que me traigan les pongo dos domingos. Vean cómo están; de quince tambores doce están rotos. A unos cámbienles el cuero, pónganles el de abajo y dejen el de arriba, cosido, péguenlo con lo que sea; las cuerdas sobre la rasgadura.
Yo tenía muchas faltas. Unas acumuladas por los domingos del verano, las vacaciones y las mañanas en que no lograba despertar a tiempo, otras por el viaje intempestivo a Tijuana. En casos semejantes había que volver a marchar el año siguiente.
“Por cada cuero, dos domingos”, había dicho el mayor.
Me fui entonces una mañana hacia las afueras de Hermosillo, por rumbo de Villa Seris, con los aros en la mano.
—Aquí no tenemos –me dijeron en un rancho.
—¿Qué es lo que quiere? –preguntó un anciano.
—Cueros de chivo.
—No, aquí no.
Más hacia el sur se veía una casa de adobe y junto a ella una torre de ladrillo. Una mujer lavaba ropa y la tendía sobre los alambres de púa de una cerca. Al aproximarme a ella vi al fondo una pista de aterrizaje resquebrajada y un pequeño reflector oxidado encima de la torre.
—No sé si deban estar curtidos o no –le dije.
—Aquí están estos –respondió la mujer señalando unas piezas cerdosas y duras sobre la alambrada, bajo el sol aplastante—. Pero tienen pelo.
—¿Cincuenta pesos?
—Sí.
También tenían sebo. Los fui metiendo en una pileta de concreto con agua caliente. Coloqué los aros en una banca larga de madera, muy frecuentada por moscas. La mujer, descalza y con la falda en algunas partes mojada, tenía hirviendo una gran olla de cobre a la que echaba jabón en polvo y en la que movía con una vara unos pantalones.
—Un rastrillo, señora, ¿no tendría usted un rastrillo?
La mujer entró en la casa y volvió –las manos húmedas, los dedos en pinza— extendiéndome un rastrillo enmohecido y una navaja de rasurar roja.
—Qué bien, oiga; gracias –le dije. Luego transcurrió una pausa, un silencio—. ¿Usted no tiene niños?
—Por allí andan. Les da por irse al monte.
Me acerqué a ella y sin decirle nada metí un balde en la olla de agua jabonosa. Uno a uno los cueros informes, crudos y pintos, fueron ablandándose en el agua caliente. La señora se acomidió con la vara rescatando las pieles humeantes. Las extendía al lado de los aros, sobre la banca, y el rastrillo entró trabajosamente en la pelambre enjabonada. Residuos de grasa se escurrían entre pelos y moscas cuando sentí que algo me ardía hasta el hueso en la coyuntura de los dedos.
—Laura...
—¿Por qué me dice usted Laura?
—No, es... me parece que me corté.
La sangre me corría en hilos sobre el antebrazo. La mujer se enjugó las manos sacudiéndolas, terminó de secarlas frotándolas en la falda.
—Venga –me dijo.
Adentro de la casa una hamaca colgaba de una pared a otra, sostenida por dos troncos empotrados.
—Así se llama mi hermana –le dije, sin querer.
—Siéntese allí.
Esperé sentado sobre la hamaca. Se perdió por la única puerta que daba hacia atrás. Solo, alcancé a ver debajo de un catre una escopeta recortada y a lo alto de la cabecera un calendario de la cervecería Moctezuma. En una repisa una veladora iluminaba tenuemente un pequeño cuadro de la virgen de Carmen y la fotografía de un hombre.
El aguamanil de bronce que traía sobre una palangana cuando reapareció me impulsó a decirle algo... pero me quedé callado. Seguí con el brazo firme, hacia arriba, y la mano suelta, el codo sobre la palma de la otra mano. La sangre entre los dedos se había coagulado. La mujer entonces empujó con el pie un pequeño taburete frente a mí, a la altura de mis rodillas, y se sentó poniéndose la palangana sobre los muslos. Me tomó la muñeca y me fue llevando suavemente hasta el peltre blanco de la palangana mientras vertía el agua tibia del aguamanil. Con la yema de sus dedos fue diluyendo la costra de los míos. Trajo una toalla recién planchada que olía a sol. Me cubrió la herida; luego destapó un frasquito de mercurio cromo.
—No; así está bien –le dije.
Me vio entonces salir al patio y me dejó recoger como pude, con una mano, los cueros. Los fui encimando sobre los aros. Aún escurrían y se untaban, tomaban la forma de la circunferencia que les correspondía. Oí el chorro del agua corriente a mis espaldas; la mujer lavaba el rastrillo; extrajo después la navaja y vino hacia mí.
—Con cuidado –dijo. Encajó la navaja de derecha a izquierda y circularmente rebasando un poco el perímetro de los aros. Repitió el corte perfecto en los cueros que empezaban a perder humedad y a pasar de un tono pardo a uno blanquecino. Tensos, los aros resistían bajo el sol la tirante contracción del pellejo. Nos retiramos hacia la sombra. En la banca alargada los cinco cueros circulares se alineaban en formación recta y marcial.
La banda de guerra, hacia las once de la mañana del 16 de septiembre, encabezó la columna del primer batallón de infantería del Servicio Militar Nacional. A paso redoblado, fuimos tomando posiciones a lo largo de la avenida Serdán. Por primera y única vez conocimos el peso de un máuser con la bayoneta calada sobre el hombro. En los tiempos muertos, mientras los contingentes de escuelas y otros grupos confluían en la ruta prevista, nos manteníamos en descanso fumando y comiendo jícamas y pepinos con limón. Galones y borlas rojas nos distinguían a los tambores y cornetas del resto de la compañía. Nos acomodábamos la cuartelera, le ajustábamos la escarapela tricolor reglamentaria, cuando de pronto dobló por una esquina, solo, enfundado en un traje de cadete azul violeta, casi gris, casi blanco, casi acero, Jacinto Astiazarán. Transcurrieron varios segundos antes de que la escolta del Pentatlón girara noventa grados y se desplazara paralelamente a nuestra compañía seguida de cinco pelotones de pentatletas. Separado por lo menos diez metros de sus subalternos, Jacinto Astiazarán marchaba enhiesto levantando un sable plateado frente a la nariz, entre ceja y ceja, a la altura del quepí. Los miembros del Pentatlón vestían camisas negras y polainas blancas, una manada exacta de cascos también blancos y con redes de paracaidista, cada comando con una metralleta sobre la cintura.
A la orden puntual del primer corneta, irrumpimos nosotros después del Pentatlón y estruendosamente por la avenida. El redoble de los tambores ensanchaba la calle y hacía que la multitud ganara de prisa las aceras. El tambor me caía a cada paso sobre la pierna izquierda, lo devolvía inclinado para recibirlo y equilibrarlo con las baquetas. Miraba de reojo a mis compañeros a fin de mantener la línea recta en formación. A unos cuantos metros, a mi derecha, entre la multitud, vi en diagonal que mi madre alzaba la mano, sonriendo, la boca pintada de brillante rojo, y movía una pañoleta rosa. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿De dónde saló? La saludé con los ojos, tratando de mantener la cara hacia enfrente. Perdí el paso momentáneamente. Bajé la vista y me vi a un lado del tambor las polainas de lona, como las de John Wayne en las arenas de Iwo Jima. Había querido ser marine, me había comprado unas polainas idénticas en una tienda de segunda mano de San Ysidro y un casco al que luego le pinté unas barras blancas de teniente... el rifle de municiones tomado transversalmente, en cuclillas, mientras mi hermana me retrataba bajo el cinturón de la cantimplora verde olivo... Mi madre empezó a seguir el desfile pero pronto se me perdió entre la muchedumbre. Una vez que pasamos frente al palacio de gobierno nuestra columna torció por la avenida del Centenario y tomamos rumbo al cuartel. Devolvimos los máuseres, dejamos los tambores en la bodega, nos dispersamos. Pocos conscriptos quedaban aún en la calle. Avancé por la acera con la cuartelera entre las manos y en el camellón, en una banca de fierro vaciado, estaba ella.
—Qué susto. Nunca me imaginé que anduvieras por acá; sentí que se me caían las polainas.
—Se veían todos muy guapos. Y luego, los rifles. Yo tampoco me imaginaba que vendrías allí, en la banda. Hazme el favor.
—Así que vienes a rescatarme del vicio.
—Yo no he dicho eso.
Fuimos a comer a un restaurante chino.
—Lástima que no haya pato.
—Allá sí hay –dijo ella.
La mesera nos trajo varios platos, arroz frito, germen de soya, costillas de cerdo en salsa agridulce.
—Así, mira. Primero, el de abajo como lápiz; luego el de arriba, como si escribieras. Como pico de paloma.
—He estado pensando que te vengas conmigo. No sé qué haces aquí. Allá puedes seguir estudiando, en San Diego. Tus hermanas... ahora que ya se han ido. Tu papá... No sé qué hacer en la casa. No es que no haya querido escribirte. ¿Te acuerdas?
—Me acuerdo perfectamente.
—Te estoy viendo furioso, por cualquier cosa. Y luego me decían oiga Marianita qué hace allí el Gordo recargado en la puerta de la tienda tan tarde, hasta que cierran, que no se va a acostar, tan tarde. No es que te me hubieras olvidado. Y es que no era fácil, tu papá... pobre. No te entraban las cosas en la cabeza. Y aquel día, cuando nos dejó el camión de la escuela en la esquina, y nos bajamos. ¿Por qué? ¿Qué es lo que habías hecho? Aquella muchachita, ¿cómo se llamaba?, era mi alumna, y no, no me gustó nada lo que se decían, tan chicos, de una ventana a otra. Pero fue una tontería, lo reconozco. No te debí haber dicho nada hasta llegar a la casa. No te debí haber pegado delante de ella, delante de todo el camión. Me sentí muy mal, luego. No sabes, no te lo pude decir.
—No, no fue nada...
—Allá puedes seguir. Allá hay todo. Pronto te vas adaptando otra vez. Las vacaciones se pasan en un momento, y vuelves a la escuela, las muchachas vienen a verme muy poco.
—Luego quiero ir a México.
—Sí, después, cuando quieras. Sólo se trata de unos años; ya tendrías tiempo para todo. Mientras me acostumbro. Pero tiene que ser ahora. Yo no puedo seguir así... Iríamos a la playa, a comer langosta.
—¿Pero tiene que ser en este instante? ¿Ahora que estoy empezando?
—Gordo, no tengo a nadie –dijo, y hubo un silencio muy largo.
—¿Quieres más té?
—Así está bien, sin azúcar.
Nos quedamos sin hablar. Frotaba la escarapela de la cuartelera con la punta de los dedos. Volví a llenar mi taza de té. Insaboro. Frío. Con uno de los palillos chinos movía ella unos granos de arroz blanco, residuos de su plato. No acertábamos a vernos a los ojos.
—¿Y tus maletas?
—En la estación –pausa—. ¿Te gusta estar aquí?
—Sí.
—¿Vendrás a verme cada vez que puedas?
—Siempre –silencio.
—Come bien. No te desveles. Escríbeme, para cualquier cosa.
—Claro.
—Hay que pedir la cuenta.
Caminamos siguiendo la sombra del camellón, bajo los laureles de la India. Entramos en la terminal de los autobuses. Me dio la llave del guardaequipaje. Saqué su maleta.
—Toma –me dijo.
—¿Qué es? Ah. Oye, ¿cómo se te ocurrió?
Era un par de zapatos nuevos en una caja.
La encaminé al andén de Tres Estrellas de Oro.
—Y ya no seas tan flojo –me dijo—. Levántate temprano.
Su aparente naturalidad la hacía mover la cabeza de un lado a otro y parpadear de vez en cuando.
Ni una palabra más. Subió y fue a sentarse en uno de los asientos del fondo, sin mirarme. Alcé la mano, pero no logré distinguirla tras la ventanilla polarizada.
Salí de la terminal con las manos en los bolsillos y la caja de zapatos bajo el brazo. El autobús viró hacia las afueras, sobre la tierra amarilla, húmeda, entre el polvo que se levantaba, evaporado; se hundía a lo lejos, ronrroneante, en la carretera. Y me fui caminando por la calle Garmendia.

Rancho aparte

Allá en esos años había mucho criadero de ganado, que no valía nada. Una vaca, cincuenta pesos. El oro, los minerales, era lo que jalaba. Por aquellos ranchos, el Tiro, el Boludo, a un lado de Tubutama, asomaban las casas de las minas de la Antimonia. Ocre, colorado el suelo, rojo.
Tenían muchísimas vacas los ganaderos, pero ocurría que muchos de ellos no contaban con tierras ni ranchos. Había unos que tenían el rancho pero no el ganado y era muy frecuente asociarse el dueño de la tierra y el poseedor del hato para hacer el negocio al partido: la mitad de la ordeñas, la mitad de las pariciones, y ahí vamos.
Mi abuelo mucho tiempo fue ganadero al partido, teniendo él sus partidas de ganado y arreglándose con los de los terrenos.
Cuenta la leyenda que en una ocasión traía una partida grande de ganado hacia el sur del Sásabe, hacia Tubutama, a un rancho que le llaman la Garrapata, propiedad de un señor Guillermo Méndez. Mi tata traía el ganado moviéndolo. Eran épocas de secas y escaseaba el agua. El caso es que llegaron él y sus vaqueros y todos los animales a un aguaje, un represo, un cercado, dentro del rancho, los novillos y las reses chingándose de sed. Días sin tomar agua. Se puso muy nervioso el pinche ganado: nomás huele el agua, a kilómetros de distancia, a metros, muy lejos, y se destrampa. Se vuelve loco. Te mata al vaquero, te cuerna los caballos y se va al agua hecho la chingada. Es un problema porque tienes que entrar a parar el ganado, porque si se tira y se traga el agua se pone muy mal. Se enferma, se empanzurra. Tienes que dejarle una entrada y luego sacar el ganado, vaquereando, y luego volver otro ratito.
Lo mismo pasa con uno. Tienes que tomar poco a poquito el agua, pues viene uno muy caliente y seco. Entonces unas vacas se le soltaron a mi tata. Se le corrió la partida y no la pudieron detener los vaqueros, le tumbaron el cerco al represo y se metieron al agua.
Y llega el dueño.
En eso están cuando llega Guillermo Méndez, hecho un chingado basilisco, enfurecido, con una carabina entre el brazo y el sobaco. Mi tata estaba sentado arriba del caballo, con una reata sobre la cabeza de la silla.
—Pinche Mendoza, hijo de la chingada. Bandido. Cabrón. Ahorita te voy a matar —le dijo Méndez, aventándole, picándole las costillas al caballo con la punta de la carabina. Y mi tata hablándole por las buenas.
—Oye, Guillermo, pero comprenderás. Venimos de muy lejos. Cóbrame el agua, no seas cabrón. No se va a acabar. No, te digo, se me soltó el ganado. No es para hacerte daño, no creas.
Y así estuvieron como media hora y aquél mentándole la madre.
—No, cabrón. Ahorita te bajas del caballo y te voy a llevar detenido a Pitiquito, para que por daños y perjuicios… Eres un bandido, vaquetón.
Y así lo trajo. Hasta que mi tata resolvió, se encabronó o algo y resolvió una acción. Sentado él en el caballo, arriba él, y este hombre parado frente a él con el rifle apuntándole. Y entonces mi tata, sin hacer ruido, abrió la boca de la reata de este tamaño. Sin mover las manos, la alzó y zum le tiró la reata, lo pescó del pescuezo y le dio al caballo con las espuelas y arrastró al hijo de la chingada como tres kilómetros. Al sentir el jalón del caballo, Guillermo Méndez soltó el rifle y mi tata lo metió entre los peñascos; lo arrastró y lo hizo mierda; se emputeció, le puso una chinga de perro bailarín. No murió. Lo sangró, lo golpeó, lo arrastró el caballo hasta que se cansó.
—Bueno, cabrón. No quisiste por las buenas, ahora te chingas —lo dejó tirado, agarró el ganado y se fue—. Muchachos, vámonos a la chingada.
Le quitó el rifle a Méndez y se fue para el Sásabe.
Date cuenta del movimiento. Aquel amigo estaba así. La precisión. Así nomás para pescarlo con una jaladita así y ya tener el caballo corriendo para que el otro no tuviera chanza de voltear con la carabina y meterle un balazo.
Don Fernando Zonta, el abuelo de Ricardo Villagrán Zonta, el abuelo materno, fue durante cuarenta años juez de paz del Sásabe. Sabía todo. Cuarenta años de juez. Salomónico el chingado viejo. Apreciado y querido por ricos y pobres. Justo el viejo. No se enriqueció. Tienen buena sangre esos cabrones. La onda chiva, burguesona, aristocratizante, que agarraron ellos, es por los Villagrán, por el viejo baboso, el padre de ellos, que se creía la divina garza y nunca pasó de perico perro. Le dieron como tres oportunidades de hacerse millonario y nunca supo. No. Pero él, puta madre te veía como si fuera el Káiser. Muy bueno el pinche viejo, el abuelo, dicen. Dicho por ellos: por Lotario, por Alfonso, por Pablo, por Gilberto.
Este viejo, don Fernando Zonta, que hace unos años murió, fue el que salvó a mi tata. Porque Guillermo Méndez se fue a curar de sus heridas y cometió la pendejada de dejar pasar un mes para ir a presentar su queja con la judicial. Agarraron a mi tata y lo metieron preso. Entonces don Fernando Zonta le dijo:
—No, Jesús. No te preocupes. Este cabrón ya se chingó porque ya pasaron treinta días. Y para ese tipo de pleitos son treinta días. Y con eso la libró mi tata, de no haberse ido al bote más tiempo. Y lo sacaron.
Ya viejo me decía mi tata:
—Ese cabrón fue el que me salvó, don Fernando, el que me dijo cómo hacerlo, las leguyadas: ya prescribió, ya pasaron treinta días. No te preocupes.

Los Brothers

Sin necesidad de discutirlo más en el curso de las últimas semanas, Laura y yo decidimos separarnos. Un sábado en la tarde, al entrar en el departamento, encontré que se había llevado todas sus cosas. No dejó ninguna nota; no era su estilo, y además, muy poco nos hablábamos ya a esas alturas de nuestra desafortunada convivencia.
A la mañana siguiente, luego de haber dormido mucho más de lo necesario, pasé a la pizzería de al lado con ganas de tomarme un café negro y despabilarme, así, definitivamente. Era un domingo muy nublado. Casi toda la ciudad se oscurecía por el norte. No se podía saber, no obstante, si llovería o no. Nunca se sabe. Me había sentado en una de las mesas metálicas que daban a la calle y apenas me habían servido un pedazo de pizza y la segunda taza de café cuando vi que a lo lejos, acercándose sin prisa, venía Eligio Villagrán.
No me entusiasmaba en nada la posibilidad de hablar con alguien, pero el encuentro parecía ineludible. Sin hacer nada por disimularlo me concentré en la desabrida pizza que acometía desganadamente al tiempo que pensaba en lo que los navegantes llaman collision course: Un curso o trayecto de colusión o choque inevitable, como cuando un barco lleva una dirección que fatalmente le hará encallar o toparse con otra nave. Sólo que en este caso yo constituía el punto fijo y Eligio Villagrán la amenaza que se desplazaba hacia mí.
Algunas veces se dijo de él que no podía estar callado un solo momento. Hablaba compulsivamente, no escuchaba, monologaba con un frenesí que antes que a nadie lo divertía a él o de alguna manera le permitía encontrar cierto equilibrio consigo mismo. Trabajaba como extra de cine en los estudios Churubusco, en películas de vaqueros, pues tenía una facha norteña, de pueblo ganadero o texano. No se quitaba las botas puntiagudas ni un chaleco de cuero con estoperoles que le había quedado de una filmación. Un acné adolescente o tal vez el flamazo de una estufa de gas, le había enjutado la cara, un rostro que por un solo boleto le daba el aire del bueno, el malo y el feo al mismo tiempo, un poco en el etilo de los westerns a la italiana.
No acababa yo de repasar en mi archivo mental todas las tarjetas que tenían que ver con él, cuando ya estaba sentado frente a mí, perfectamente instalado y despatarrado en una de las sillas y sonriéndome.
—¿Te tomas un café? —le dije.
—Sí, maestro. Nos lo echamos.
—¿Qué ha habido?
—¿Qué ha habido de qué?
—¿Siguen filmando?
—Poco, ya sabes, el cine está muerto. Una de caballitos, algún comercial, nada más. Ahí le vamos dando… Cerca de Tula, unas lomas, como colinas de tierra suelta. Vieras qué bien nos salió. Digo, creo. Un polvo del carajo por todos lados. Terminamos hechos un asco.
—¿Y dónde te habías metido, pues? Antes.
—Allí, te digo.
—Pero antes…
—Por ahí, por ahí… Anduve un rato girándola, antes de la película, digo. En Mexicali, un poco también en el valle Imperial, estuvimos trabajando… Y en Tijuana.
—¿De qué vivías?
—Al principio del espárrago, pero pues no falta, tú sabes…
Las nubes más cargadas y negras que no muchos minutos atrás había visto encima de casi todos los edificios empezaban a desplazarse dejando un hueco no muy nítido hacia la parte norte de la ciudad. No alcanzaba a ver la cordillera que rodea el valle, pero la imaginaba. Mientras Eligio hablaba pensé que no era él quien no sabía escuchar: yo mismo le ponía enfrente una mirada de atención, un interés perfectamente fingido, como un escucha piloto automático, que me daba la oportunidad de vagar con mis pensamientos impunemente y por otra parte. No hilvanaba con exactitud lo que me decía cuando de pronto, por mantener a flote la plática, acoté.
—¿Tula?
—¿Cómo? Sí, eso fue después.
—Si quieres vamos —le dije—. Siempre he tenido ganas de salir por ahí y de volver por Pachuca.
Y era cierto. Aparte de los mapas, no sabía con precisión dónde se encontraba el Valle del Mezquital. Ni Ixmiquilpan, ni había visto las cariátides de Tula. Había oído hablar de la candelilla, apenas tenía la idea de que era algo que raspaban los otomíes para hacer cuerda, una especie de penca de maguey o algo así. Algo sabía también de los sembradíos de hortalizas regadas con las aguas negras de la capital.
Nos subimos al volkswagen y empezamos a salir de la ciudad por Naucalpan. Eligio me pidió que nos detuviéramos un momento para comprar cigarros. Detuve el auto frente a una licorería. Muy pronto volvió Eligio con una botella de tequila en las manos y envuelta en una bolsa de papel de estraza. Recuperamos la ruta de la carretera a Querétaro. Al fondo, en un punto de fuga indiscernible y cambiante, las nubes avanzaban espesas en dirección contraria a la que nosotros llevábamos, debido a algún viento muy alto tal vez y no sólo por la velocidad con que nos desplazábamos hacia la tarde que, por el rumbo de un letrero y una flecha de desviación, empezaban a iluminarse. Eligio le dio un trago a la botella y mientras tanto me contaba que tuvo que salir corriendo de Tijuana.
—De urgencia, maestro. Se empezó a poner la cosa un poco fuerte, no sabes.
—Y ahí, ¿qué? Muchos americanos, ¿verdad? Dicen
—Gente muy tronada. Muchos viejitos en la costa, en búngalos, en Cantamar, como en Álamos.
No mucho tiempo después de que nos apartamos de la supercarretera, a través de un camino angosto y ondulante, la iglesia de Tula aparecía y reaparecía según las curvas y nuestro punto de vista. Una serie de caserones de lámina, oscuros, tenía la apariencia de una fundidora. Más adelante, mi curiosidad turística no llegaba a tanto como para interrogar a Eligio o a quien fuera sobre qué eran aquellas enormes instalaciones que parecían, por lo demás, una fábrica de cemento. Por pereza o por falta de interés me abstuve muchas veces de preguntar por alguna calle en alguna ciudad desconocida; prefería indagar por mí mismo o perderme al azar. Finalmente, las cosas siempre se iban dando por sí mismas. Era mejor imaginarlas, apreciarlas, reconocerlas en su ambigüedad posible.
—Es que nos metimos en unas casas a medio construir —me seguía diciendo Eligio—. Y allí discutimos con un tipo.
No le seguí la plática para no darle la impresión de que de que nada más le estaba siguiendo la corriente y porque pronto vimos hacia los lados gente en la calle, grupos de personas sin prisa, mujeres y niños que salían de la iglesia y, un poco más adelante, varios autos estacionados de capitalinos que venían a ver el centro ceremonial.
Supuse más tarde, cuando caminábamos entre los caseríos reconociendo el sendero que ascendía, por la tierra plomiza y una pequeña figura de cariátide de arena petrificada que vendía un chamaco, que seguramente los caserones de la entrada eran una fábrica de cemento. Todo era polvo. Nadie traía los zapatos o los pies sin polvo, el pelo, la cara. Flotaba un olor muy penetrante que de repente se desvanecía, como si tuvieran en el pueblo problemas con el drenaje.
Trepamos por la brecha hacia las cariátides. Las había visto en tarjetas postales. Sobre un promontorio se alineaban varias columnas. Y luego las alargadas figuras, mucho más altas de lo que las imaginaba: los Atlantes.
—¿Una casa semiconstruida? —le pregunté.
—Eran dos casas, por las afueras de Tijuana. Abandonadas. Tenían el techo color ladrillo, de tejas, un poco cónicos redondos, como sombreros de paja chinos, muy bonitas si las hubieran terminado. Sin pintar, las paredes de concreto. Y eran, decían, de unos camaradas muy conocidos allí, que estaban en la cárcel de Tijuana, por eso no las habían terminado de construir. Eran de unos hermanos, contrabandistas. Los Brothers, les decían.
—¿Burros o mafiosos?
—De todo, le hacían a todo. Muy gruesos.
—Oye, no nos vaya a agarrar la lluvia… más adelante.
—Total…
Volvimos al volkswagen, luego de descender la colina de tierra suelta y comprar un cenicero de arena dura como la cariátide de Tula. Abajo resonaba un altoparlante. Se dedicaban canciones. Empezamos a salir lentamente de Tula, a medida que se diluía hacia atrás o se modulaba mejor por la distancia la letra de un corrido…

Traían las llantas del carro
repletas de yerba mala
eran Emilio Varela y Camelia la Texana

Salimos de Tula. Conducíamos siempre hacia el norte; nunca virábamos a la derecha y seguía atardeciendo. El terreno se definía plano por todos lados, terso y amplísimo, horizontal, como una laguna seca. Yo creía que los valles eran hondonadas inmensas, desfiladeros con mesetas aisladas en el fondo, rodeadas de montañas, tal vez por la V de valle o por aquello de qué verde era mi valle si se contemplaba desde arriba. El caso es que a lo lejos se perdía el horizonte o se nublaba, una especie de pampa circular. Al margen de la carretera corrían caminos de terracería que curveaban hacia el monte. El cielo volvía a ennegrecerse.
Por no sé qué asociación de ideas o colores o por una de esas ocurrencias que le vienen a uno cuando maneja en la carretera, sobre todo si el camino es soso y rectilíneo, pensé en el sistema de orientación que utilizaban los pilotos de caza japoneses durante la guerra del Pacífico: se basaba en la disposición de derecha a izquierda de los números de la carátula del reloj. Y se lo contaba a Eligio.
—Al frente son las 12, a mi izquierda las 9, a la derecha las 3. Y atrás, claro, las 6. Por ejemplo aquí, como a las 2, tenemos que doblar hacia Pachuca, o hacia Ixmiquilpan, no sé. ¿Ves? Acá, como a las 11, está esa vaca.
Poco a poco nos fuimos adentrando en el siguiente pueblo. No lograba saber si era Ixmiquilpan. Esperaba que algún indicio, por mínimo que fuera, nos indicara que íbamos por el rumbo correcto. Apenas recordaba que desde allí las aguas negras regresaban a la capital convertidas en chiles, jitomates, cebollas, lechuga… y se completaba así, generosamente, el ciclo de la vida y los desechos.
En medio de la calle, extraviados, sin saber exactamente en qué parte del mundo nos encontrábamos, se nos acercó un anciano y golpeó el cristal de la ventanilla: los ojos inyectados, extendiendo la mano. Cerré la ventana, sin discreción, disminuyendo a la vez la marcha debido a la cantidad de gente que se arremolinaba en torno al carro. Nos miraban con burla, sarcásticos. Algo me decía el anciano que no entendí muy bien.
—¿Qué dijo?
—Mejor no lo veas.
—Oye, por aquí no hay salida a Pachuca. ¿Por dónde? Carajo.
Unas mujeres salían de la iglesia. En la plaza, los vendedores levantaban sus puestos o los cubrían con plástico transparente. Una botella se estrelló de pronto contra el cristal trasero. Di un arrancón como por acto reflejo, pero no por muchos metros. Parte del grupo se abrió gritando; nos mantuvimos quietos, otros campesinos se replegaban hacia la banqueta. Vimos entonces que en la esquina de la plaza estaba un valiant estacionado, gris plateado. Sobre la puerta del volante se recargaba un hombre de guayabera, comiendo cacahuates. Adentro, en los asientos de atrás, asomaban otros dos tipos con sombrero, y de las ventanillas salía un par de armas largas. Un letrero azul añil cruzaba de lado a lado y horizontalmente las puertas laterales: POLICÍA. Los del valiant nos miraban, tranquilos. Uno de ellos sonreía. Era domingo en la tarde.
Con la mayor naturalidad del mundo preguntamos al fin por la carretera a Pachuca. Un muchacho nos indicó que regresáramos por donde habíamos llegado, que diéramos vuelta en donde terminaba la plaza. Como las patrullas texanas de las películas, en dos movimientos y no en tres como suele hacerse, puse reversa, aceleré respetuosamente y retomé la calle por donde habíamos entrado. Yo sentí que hacíamos bien: el rumbo era hacia oriente, no andábamos mal encaminados.
Empezamos a recorrer el pueblo transversalmente. Un caballo sin dueño nos dio el paso. A medida que avanzábamos me detenía preventivamente en las bocacalles y luego aprovechaba la inercia del carro para seguir adelante. En la próxima bocacalle, exactamente a las 9 y a una cuadra de distancia, apareció súbitamente el valiant plateado, con su letrero azul añil, y los tipos dentro. Eligio no parecía darse cuenta de nada. De vez en cuando tomaba un trago de su tequila. No hablaba. Fijé la vista hacia enfrente: a las 12 en punto de nuestra imaginaria brújula japonesa, hacia la segura salida salvadora que nos esperaba en algún lugar distante.
—Oye —me dijo—. Mira.
—Sí. Son los mismos.
Los veíamos a cada bocacalle, del otro lado, a cada cuadra. Nos manteníamos en una dirección fija, anhelando la carretera, y en cada bocacalle, a mi izquierda, a las 9 en punto, volvíamos a ver el valiant plateado. Y las letra azul añil de su letrero. Paulatina y desenfadadamente nos íbamos alejando hacia el descampado. El valiant parecía escoltarnos, seguirnos hasta las afueras, paralelamente, por las bien trazadas calles del pueblo.
Al tomar a la carretera a Pachuca: silencio, sólo se escuchaba el ronroneo del auto que yo provocaba con el acelerador y sentía como una vibración de mi cuerpo.
—¿Cómo dices que decías?
—Nada, nada.
Veía por el espejo retrovisor. Nada, nadie a las 6, me decía a mí mismo, sosegado. A pesar del cristal astillado pude distinguir los faros de un camión de carga que lejos de aproximarse e intentar rebasarnos iba perdiendo distancia respecto a nosotros. Eligio bebía, ensimismado. Me pasó la botella.
—Mira —le dije— Allá, como a las 10, en la plaza: el reloj de Pachuca.
Encendí las luces. Sólo de vez en cuando ponía a funcionar los limpiaparabrisas. No se decidía del todo la tormenta. La plaza estaba vacía. Seguimos sin detenernos hacia el sur. Pocos autos circulaban a esas horas por la carretera.
—Y es que le hicimos algo más que asustarlo.
—¿A quién?
—Al tipo.
—Ah.
Más de una hora después nos reintegramos a la ciudad por la entrada de Indios Verdes. Eligio hablaba menos que antes. No se me ocurría decirle nada.
Y es que le hicimos algo más que golpearlo —dijo, poco antes de que lo dejara en una esquina del centro.
Entré en el departamento con la cariátide en la mano. La puse en la mesa. Me eché en el sillón, sin poder leer, fumando, sin hacer nada. Salí a caminar. En la pizzería de enfrente pedí una empanada y un café negro. “Más que golpearlo…”, pensé.
Volví a casa: la cama destendida, los trastos sucios en la cocina; fragmentos de cascarón de huevo se pegaban a la pared, secos.
No podía dormir. Sentía los latidos del corazón en los tímpanos. Me volvía sobre la almohada. Se agolpaban en el interior de mis ojos cerrados, apretados, la mirada vidriosa del anciano en la plaza de Ixmiquilpan y el cristal de la ventana astillado, el par de casas de techos cónicos en las colinas de Tijuana, el pedazo de pizza rancia. Quité una de las cobijas. Me puse bocabajo, contra el colchón, metí la cabeza debajo de la almohada, y dejé caer el brazo hasta la alfombra. Sentí entonces algo con lo que tropezaba mi mano: una cinta de cuero, pequeña, la hebilla de un zapato, un tacón alto de mujer. Me aferré a las correas, busqué el otro zapato, sobé las suelas. Como si fuera el empeine, mi mano entró por donde antes salían los dedos de Laura, su pie, mis dedos, sus uñas sin pintar, sus pies sin medias. Entrelacé mis dedos en las correas y los apreté profunda, temblorosamente en la oscuridad.

Enterrar a los muertos

Lore pasa a través de guardias militares y empleados civiles explicando, explicando, explicando. Lleva una bata blanca y gafete al pecho. Un licenciado Hamilton le permite el acceso a la zona de desastre.
Mi fantasía, dice Lore, es que los parientes se están sintiendo adoloridos, reventados, incontrolables. Y no. Están enteritos, de una sola pieza, fuertes. ¿Hay alguna novedad? ¿Se oye algo? ¿Hay más víctimas? No queremos más mentiras. Queremos la verdad, aunque sea fea. Vamos a anotar lo que ustedes piden, pero hay cosas que no se pueden conseguir. Si ustedes quieren una máquina superespecial que reviente el cemento, eso no se puede. Pídanlo, pero desde ahora sabemos que no.
Lore intuye que tiene que responder con cierto grado de autoridad: Venimos a dar un apoyo a la herida de adentro, que no se ve, pero que existe. Los sindicalistas lo entienden. El papel de los psicoterapeutas sirve de mediación frente al poder: los militares, el Estado, la secretaría, el sindicato, por su pertenencia de clase, por la bata blanca, por cierta seguridad al hablar. Y como no tienen familiares entre los escombros pueden decir y demandar con mayor entereza que otros.
Así va pasando la tarde del sábado. Se le pide al licenciado Hamilton que al menos dé información cada hora, porque eso tranquilizaría a los parientes. ¿Qué tipo de información? La que sea, licenciado. Información técnica, inclusive: se quitaron tantos bloques, no se puede mover una piedra, vamos a meter una motonosequé. Eso los familiares lo entienden. No tiene que dar datos sobre las víctimas si no los tiene. Diga lo que está sucediendo, licenciado, simple y llanamente. ¿Y si no se ha sacado a ninguna víctima en una hora qué dato vamos a dar? Pues diga lo que está haciendo, para que los familiares vayan entendiendo y tomen parte activa en todo el proceso de rescate y no se limiten a ver cómo desentierran a sus muertos.
A las seis de la tarde se informa que encontraron a cuatro personas, dos vivas y dos muertas. Hay que asegurarse de que el familiar está aquí. Todo mundo se mueve enloquecido. Hay que levantar una lista. ¿Quién está aquí? Mi hermano.
¿Cómo sabe que su hermano está aquí?
Porque entró a las siete de la mañana.
¿Está usted seguro?
Sí.
¿Cómo es su hermano? Si lo tuviera que reconocer en la calle, ¿usted qué me diría?
Tiene un lunar, es un poco alto, de pelo lacio negro.
¿Y usted?
Es cuadradita y gordita.
¿Y usted?
Es joven, pero canoso.
Las víctimas empiezan a convertirse en gente conocida. Fulano es papá de cuatro. Perenganito entra a tal hora. Perengano es intendente y es de Michoacán. Tiene setenta años. Ya no son víctimas en abstracto.
A no menos de cincuenta metros de donde están sacando los cuerpos, Lore se aproxima a María Inés Serrano, una señora joven, de veintitrés años, muy tímida, con una niña de tres meses, esposa de alguien que está siendo extraído: Álvaro Luna Alegría.
¿Luna qué?, le preguntaba a cada rato a Lore. ¿Luna qué?
Van a sacar a cuatro gentes. Una de ellas es su esposo. No sé si está vivo a muerto. Mentira: Lore sabe que está vivo, pero no le quiere dar falsas esperanzas… La voy a acercar a donde lo van a sacar, pero usted se me está tranquilita porque si usted hace un escándalo, se me desmaya o se pone a gritar, nos corren a usted y a mí. Así que se me va tranquilita, de la mano conmigo.
Lore y María Inés se colocan a cinco metros de la ambulancia y empiezan a ver que bajan un cuerpo, tapado. Se dice que está vivo. Sólo le sale un zapato por el lado derecho de la camilla. Tomándose al pie de la letra las instrucciones de Lore, en un murmullo casi, María Inés le toca el hombro y le dice: pst, pst, pst. Lore la toma de la mano cuando ve que bajan el cuerpo. María Inés le dice pst, pst, que se acerque para que le hable al oído. ¿Qué? Acérquese. Ése es mi esposo, añade quedamente María Inés. Lo conozco por el zapato.
La voy a acercar a la ambulancia y vamos a tratar de ver que usted suba. Usted le tiene que hablar suavecito, como a un bebé. Y si lo puede apretar en algún lado que no esté herido, hágalo. Él va a entender, aunque esté dormido, que ya no está entre las piedras.
Lore supone que el hombre, aunque inconsciente, en algún lado, en su sensibilidad más profunda, va a escuchar el ronrroneo de la voz que le va a permitir reactivar sus signos vitales.
Y le habla usted, le sigue hablando como si fuera bebito. Usted ve que a los bebés se les habla aunque no entiendan, pero en algún lado sí entienden cuando la voz es de amor, o de enojo.
Al adelantarse Lore para que María Inés suba a la ambulancia le dicen que no.
¿Cómo que no?
Es que está inconsciente, dice el socorrista.
Si va un familiar es mejor.
No, está prohibido que los parientes suban a la ambulancia.
Pero uno, uno nada más. Elija usted: el papá, el hermano, la esposa, alguien, el que usted vea más tranquilito.
No.
La ambulancia número ocho se aleja de la secretaría a las siete de la noche. ¿A dónde va? A la Cruz Roja de Polanco.
Los parientes de María Inés no conocen Polanco porque son de las afueras de la ciudad y de otro estrato social. Lore va con ellos diciendo a la señora que hay que estar tranquila, que no hay que transmitirle ansiedad al herido. Van en un taxi. Eran unas de esas gentes que traen taxi y una de esas camionetas viejas tipo México ra ra ra, y ahí vamos, tratando de salir de las zonas acordonadas. Nos tardamos una hora y cuarto en llegar a la Cruz Roja de Polanco, entre escombros, sombrerazos, pitazos, porque la ciudad está muy exaltada ese sábado en la noche. Lore insiste en que hay que llegar con calma. Hay que pedir que nos lo dejen ver, aunque sea cinco minutos. Hay que acercarse y decirle al oído que todo está bien, que ya está del otro lado.
No, aquí no está.
¿Cómo que no está? Si nosotros veníamos casi detrás de la ambulancia.
No está.
¿Dónde está? ¿Cómo nos dice que no está? No puede ser que nos tengan así.
Vaya a preguntar a donde está la radio de los socorristas.
Bajan.
Sálganse.
No, dice Lore. Nosotros venimos detrás de la ambulancia número ocho y nos dijeron que venían para acá.
Sálganse.
No me voy a salir. Es mi familiar y yo quiero saber dónde está. Sólo me salgo si usted me promete que va a radiar a ver dónde carajos fue a dar la ambulancia número ocho. Si no, no me salgo.
Bueno, denos un momento porque está interrumpiendo aquí, contesta el radioperador.
Hay más de diez personas esperando. Lore sale, se queda afuera, deja pasar diez minutos y vuelve a tocar:
¿Qué pasó? ¿La Cruz Roja número ocho dónde está?
Aparece un médico, muy amable, e informa:
La ambulancia número ocho fue a dar a la clínica de la Prensa en la colonia Morelos. Yo voy para allá. Si quieren yo les digo dónde está.
¿Está seguro?
Sí.
Lore ve que los familiares de Álvaro Luna Alegría salen corriendo y no los vuelve a ver. Lore se pregunta si realmente existe la clínica de la Prensa. No sé, piensa. Yo lo único que sé es que llegué hasta aquí y me quedé un rato tratando de averiguar cuál era la organización de la Cruz Roja. Nombres. Cómo estaban manejando las listas de los desaparecidos y a dónde los mandaban. Así, atascada la Cruz Roja de Polanco.
Sola, Lore camina entre la multitud. Allí ha llegado a borbotones la mejor comida de la ciudad. Tacos de todo tipo. Un puesto impresionante. Con asaderos nuevecitos. Muy rico. Son las ocho de la noche y Lore no ha comido nada en todo el día. Refrescos. Helados.
Y me comí cuatro o cinco tacos, dice Lore. Porque tenía mucha hambre. Y yo decía: cámara maestro, ¡tacos!, ¡tacos!, ¡tacos! Entonces se ponía la gente. Y ¡otro taquito!, ¡otro taquito! Y campechaneado. A ver, frijoles con… Otro chilito, por favor. Era un picadillo delicioso. Y frijolitos, y los refrescos. Me acuerdo que los refrescos me impresionaron porque estaban helados. Y, además, muchachos jóvenes, muy guapos, de la zona. ¡Tacos, tacos! Y entonces yo digo puta madre, estos cabrones en su vida estarían ayudando en sus casas a repartir tacos, pero aquí están. Entonces se notaba, el toldo, la cosa ésa donde se ponía la comida caliente, los canastos con sus envolturas de tela, no servilletas de papel, hielo a pasto, refrescos, helados, helados.


Llena la Cruz Roja de Polanco. Repleta de gente ayudando. Lo que sea. En otras colonias, como la Morelos, los puestecitos reciben lo que Dios les da a entender.
A esa hora yo ya me fui a mi casa. Yo iba sin coche. Hablé a la casa, que pasaran por mí. Ya me estaba empezando a sentir medio abrumada, porque a medida que pasan las horas la sensación es que todo se dificulta cada vez más, que todavía hay gente con vida. Y eso que todavía era sábado.
El domingo vuelvo a ir a la secretaría. Y otra vez todo el día allí. Otra vez la misma función: estar con los familiares, escuchar sus historias, ver qué está pasando entre las ruinas, volver a estar como mediadora. Era como una función de información. O sea: dicen señora que está pasando esto allá arriba; dicen que ahorita van a encontrar a alguien; dicen que no van a derrumbar. Entonces era: ir a donde están los familiares, ir a donde está la tropa y los rescatadores y caminar para arriba y para abajo. Había una gran indiferencia por la cosa psicológica. Como que a eso no le dan importancia. El problema para los médicos y los policías son las heridas a flor de piel. Hay un desconocimiento aterrador de la problemática emocional, de los sentimientos, pero además es cierto: había mucho miedo. Miedo de que los familiares armaran el gran escándalo. Aunque los familiares tenían hasta ese momento una fortaleza que yo no lo podía creer. Sí, sabemos, pero queremos la verdad, decían. No estaban escandalizados ni se desmayaban. Incluso mostraban cierta sabiduría psicológica al acercarse a los escombros y gritarles: ¡Estamos aquí! ¡Aquí estamos!
A medida que pasan los días yo me acerco, cuenta Lore. Los de la secretaría, los del sindicato ponen un toldo grandote donde se duerme, se come, se cena, se sienta, se desayuna. Se va rotando la gente. Se empiezan a dar cuenta de que yo no voy a crear líos; no soy autoridad tampoco para dar órdenes. Se acercan, me cuentan lo que sucedió el primer día. Me dicen por ejemplo: Antelmo el compañero tiene a su esposa y a su niña allí adentro. Y Antelmo estuvo hasta el viernes sin moverse de allí, subiendo a los escombros, bajando. Serio. Uno nunca se hubiera imaginado que allí abajo estaban su esposa y su hija.
Otros compañeros del sindicato suben y otros bajan y empieza a llegar comida: naranjas, arroz, huevos cocidos, comida a pasto, a pasto. Comían los socorristas, los familiares, nosotros, sobraba comida. Y seguían llegando camiones con comida. Se corrió la voz. Unos estaban allí y otros mandaban comida. Señoras del sindicato, esposas, están allí ayudando, sirviendo tortas, sándwiches, refrescos chilitos. Por un lado estaban las ruinas, gente muerta. Por otro estábamos nosotros, angustiados pero comiendo mientras llegaba más y más comida. Doctorcita, una naranja, un refresco. Todo muy cuidado: esta es agua electropura, esta es para beber, esta para lavarse. Así se va pasando el tiempo y la gente sentada allí, platicando, y empiezan a contar cómo fue el primer día, después de las siete de la mañana, y quiénes estaban adentro.
Bajo las ruinas de la secretaría yacen más de veinticinco empleados de la compañía Mate, una empresa particular que da servicio de limpieza a las oficinas del gobierno. Algunos nombres: Edilberta, Anita, Pilar, Raúl, Cresenciano, Trini, Yolanda, Apolín. Las afanadoras entran temprano, de manera que a las ocho de la mañana todo esté limpio. Había veintitantas mujeres de Mate allí metidas: todo el equipo de limpieza, además gentes de la intendencia, gente de la oficina de prensa que entra a las cinco de la mañana para tener todos los recortes de los periódicos listos a las ocho. O la mujer a la que el esposo había dejado a las siete y cuarto, porque los dos trabajan y tienen un solo coche, porque tú me dejas en el trabajo y yo a ti, porque él tenía que entrar a las ocho en otro lado. Los tempraneros. Fulanito, cómo quieres, tenía la mala costumbre de llegar puntual. Y llegó a las siete. En las primeras horas logran sacar a bastante gente de los pisos de arriba. Suben a los escombros y empiezan a gritar: ¡Chuuuy, aquí estamos! ¡Chuuuy, no te preocupes! Vamos a empezar a salir. Mira, aquí está. La familia tuya está bien, no te preocupes. Les gritábamos para que estuvieran tranquilos, que no había bronca, que nosotros los íbamos a sacar.
Pero llegó el ejército y nos bajó a todos.
El domingo llegan los perros de los franceses. Tres perros, tres franceses. Y suben. Todo mundo excitadísimo con los perros. Ya llegaron los salvadores. Órale. Por aquí, güero. Pásele. Ándele. Los franceses dicen que los perros arriba no huelen nada porque hay mucho cadáver, que hay que quitar dos losotas grandotas para que los perros puedan regresar y oler en el tercer piso. Quitar esas losas toma cuarenta y ocho horas. Y se van.
Ay, doctorcita. Yo no sé si él está aquí. No tenía que entrar a esa hora, dice Patricia Pego, la mujer de Rubén Bernal Piña, de treinta y dos años, licenciado en administración, analista especializado en la secretaría.
Rubén había llegado a las tres de la mañana de Cancún y prefirió esperar que transcurriera la madrugada en el aeropuerto en vez de irse a su casa, en Tlalnepantla. En el primer metro de la mañana se fue directo a la secretaría y a las siete y diez habló con su suegra: Dígale a Patricia que no se preocupe. Ya me vine del aeropuerto para acá. Nos vemos en la tarde.
Patricia piensa: bueno, seguramente no está aquí porque un amigo me dijo que lo vio en la calle, porque Lupita me dijo que él se salió a comer un taco. No puede estar aquí.
Ay, doctora, fíjese que estoy contentísima, dice Patricia a Lore por teléfono a las cuatro de la mañana del lunes. Hoy sacaron a dos compañeras y me dicen que Rubén está allí y que está vivo. Bendito sea Dios ya lo tenemos localizado. Tiene parálisis facial y en una de ésas no puede hablar, pero me dicen que sí habla.
Lore vuelve el lunes por la mañana y le cuenta que sí, que han sacado a un muchachito al que le estaba saliendo el bigote poquitito, que lo habían sacado, ahí tengo el nombre: Palomino. Se habían quedado adentro él y su mamá. A su mamá la sacan el sábado, con vida y bien, y el lunes en la madrugada sale el hijo, que muere horas más tarde. Tenía las piernas gangrenadas. Lore recuerda perfectamente: la mamá le había dicho que tenía diecisiete años y que le estaba saliendo el bigotito. Y luego le dicen que, en efecto, Rubén está allá arriba, que ya está localizado, pero que está muerto.
¿Qué me dice de mi hijo?, dice el padre de Rubén Bernal Piña.
No sé, estoy llegando, contesta Lore. Déjeme averiguar, yo ahorita vengo a decirle.
Patricia está tirada en el suelo, bajo el toldo del sindicato.
Ay, doctora. Se me murió. Se me murió.
¿Usted quiere que nos vayamos?
No. Yo me quiero quedar aquí hasta que lo saquen.
Durante todo el lunes se hacen intentos por extraer el cuerpo de Rubén. ¿Podría subir Lore?
Cómo no, doctora. Véngase.
Suben Lore y Carlos, el hermano de Patricia, con cuerdas y guantes, se asoman y sí: Rubén está allí con un pilar encima. Sacarlo demoró todo el día. A Patricia le habían dicho que cuando todo empezó, Rubén se agarró del pilar. Ya estaba muerto desde hacía dos días por lo menos.
¿Cómo sabían que estaba muerto?
Porque se le veía, porque tenía el pilar, la cara destrozada, hinchado.
Lore se agarró de unas cuerdas. Carlos, gentil el muchacho, sensible y fuerte, la ayuda a subir. A ver si no me caigo y dejo un desmadre aquí, dice Lore, porque, imagínate, llovido sobre mojado. A ver si no les creo más problemas a los rescatistas. Voy así, como muy recia, viendo dónde voy a pisar para no doblarme un pie y crear más problemas. Me asomo con Carlos y es obvio que Rubén está muerto hace cuando menos dos días. Y sí, la descripción coincide: chamarra roja, pantalón café.
Bajan.
¿Qué me dice, doctora?, pregunta el padre de Rubén.
¿Y su hija y su hermana? ¿Está usted solo?
Se fueron a llamar por teléfono. ¿Qué me dice?
Vamos a esperar a que vengan sus hermanas y su hija ¿no?
Bueno, pero ¿qué me dice? ¿Malas noticias?
Sí.
¿Cuáles? ¿Muy malas?
Las peores. Está muerto.


Así empieza a transcurrir el día. Se sabe dónde está Rubén, pero no se le puede sacar porque tiene encima un pilar que pesa varias toneladas.
Lore baja a decirle a Patricia que está muerto.
Está allá arriba. Hace varios días…
Ay, mejor. Así no sufrió.
La primera reacción es que está vivo, está vivo, está vivo. Cuando se sabe que está muerto, la respuesta es otra: humm, ojalá que haya muerto rápido para que no sufriera más, ojalá que no haya tenido que estar tres cuatro días ¿no?, viendo que no pasa nada, que se está muriendo y que nadie lo saca.
Están sacando los cadáveres por atrás, dice un sindicalista. Por favor, fíjese que no se los lleven sin reconocer.
Los cuerpos se colocan en un camión de la Armada. Uno de ellos corresponde a Noemí Bersúns, de la compañía Mate. Llevaba una bata azul eléctrico.
Eso es lo que decía Francisca: nosotras todas somos de bata azul. Éramos veinticinco y no las han sacado a todas.
Francisca estaba allí por sus puras compañeras de trabajo. No tenía ningún familiar allí. ¿Cuándo las van a sacar? El dueño no viene. Bien que se lavó las manos.
Carreto, un muchacho del sindicato, se acerca a Lore y le dice:
Yo me voy con usted.
Sale un camión. Ya empiezan a sacar en bulto a la gente, muerta hace varios días, quizá un poco descompuesta. Y así nos pasamos todo el lunes, dice Lore. De pronto nos mandan a callar a todos. Silencio. Se escucha un ruido en la esquina de Doctor Vértiz y Fray Servando. Puede haber alguien con vida. Todo el mundo se para: cien doscientas trescientas gentes entre las que están en los escombros, en la calle, y los del sindicato. Donde te pares te tienes que quedar. Sale uno de los topos… Ya está Petróleos Mexicanos aquí. Rápido. Los topos son los que se saben meter por los hoyos; son gente especializada que sabe medir, cómo quitas esto, cómo te metes, tienen que ser muy delgados.
Por favor se callan la boca no me dejan oír. Trescientas gentes congeladas. Silencio absoluto. Hay que escuchar si adentro hay una vocecita, un ruidito, algo que diga que hay alguien que está respondiendo. Pasan quince veinte treinta minutos. Y salen: el topo y un técnico de Petróleos. Dicen que están escuchando a alguien como un ruidito y que van a tratar de abrir un túnel para llegar a la persona que supuestamente está con vida y no se sabe si es hombre o mujer. Tantos datos tan ambiguos enloquecen. Salen los rescatistas y empiezan a decir algo, pero alguien les dice no, mejor aquí, en privado. ¿Por qué se tiene que decir en privado? ¿Quiénes más interesados que los familiares en saber lo que está sucediendo? Pero no, no entienden. Se van a su conferencia privada a un lado de los escombros.
Yo me meto, dice Lore, a escuchar. A ellos no les gusta, pero no me dicen nada.
¿Por qué no lo dicen recio? Hay gente con vida. Además es un rito absurdo porque finalmente así como yo me meto a escuchar se meten otros y nos volvemos y vamos y decimos. Es un rito de complicaciones burocráticas. No sé qué decir. Rituales: primera instancia, el que oye; segunda instancia, los jefes: tercera instancia, los bocones, como yo, que estamos avisando; y cuarta instancia, los familiares.
¿Por qué no les dicen a los parientes? Total, yo se los voy a decir. Siempre voy con la sensación de que estoy revelando secretos. Mira, acabo de decir esto, pero no hay que hacer escándalo. Los familiares están quietos, tranquilos y, a estas alturas del partido, resignados… pero quieren ver a su gente.
Ya se puede hacer ruido otra vez porque el topo ya sabe dónde escuchó y nos avisa. Vamos a abrir un canal.
Y empieza a llover.
A las siete de la noche del lunes: un aguacero. Llueva a cántaros. Mucha gente del rescate baja. Los escombros están resbalosos. Empieza a hacer frío. Nos empapamos. Zapatos empapados. Comida empapada. Colchas empapadas. Deja de llover y tuc tuc tuc: para arriba otra vez. Y todavía Rubén no sale. Carajo, con la lluvia ¿qué va a pasar con los cadáveres? Pero si a los que están vivos les cae un poco de agua… mejor. Por algún lado se va a meter el agua.
Lore se retira a las nueve de la noche y le dice a Patricia que a la hora en que saquen a Rubén le avisen. Patricia está más tranquila. ¿Ya lo saben las niñas? Tiene cuatro hijos: una niña de siete, una niña de seis, una niña de cuatro, y un bebito, el único hombre, la adoración de su papá. Abrahamcito, de dos años. Está toda la familia: la tía, la sobrina, la comadre, el compadre, están en bola. Esto no sucede en otros países. Esas redes familiares.
Mi esposa Edilberta, doctora. ¿Usted cree? Me están mintiendo. Me dicen que ya la sacaron y no es cierto. Ya vino la gente de la colonia y yo les dije que estaba viva. Van a ir a decir a la colonia que está viva y no es cierto. Fíjese nomás, doctora, dice el albañil, con ocho hijos, esposo de una de las trabajadoras de Mate, preocupado porque ya había venido la palomilla e iba a ir a decir a la colonia, en Naucalpan, que Edilberta estaba viva.
Allí está mi papá, de setenta años, en la parte de adelante, doctora, no me dejan pasar, dice un señor de Iztapa de la Sal, de unos cuarenta y siete años, alto, recio, tímido.
¿Y usted por qué no entra?
Allí están los militares.
Váyase por el otro lado. Yo lo paso.
Pero por allá también está acordonado.
Mire, le dice Lore al soldado, el señor es el único familiar. Su papá tiene setenta años y era de Intendencia. Déjelo pasar. El señor está muy tranquilo y quiere estar enfrente de donde están sacando a su papá. Una semana después no se sabe aún si está vivo o muerto. El soldado deja pasar al señor. Cada dos horas Lore vuelve por allí:
¿Qué pasó?
Todavía no sale. Dicen… dicen que encontraron a alguien.
Por falta de información los rumores van y vuelven.
Así se pasa el lunes. Lore se siente muy mal. Quiere encontrarse con sus compañeros del Círculo Psicoanalítico pero no los localiza porque los teléfonos no sirven, porque se cayó un edificio cerca del Círculo. Lore se va a su casa:
Lo que estamos viviendo todos, dice Lore, nos está empezando a penetrar muy a fondo, aunque no seamos familiares de las víctimas. Todo se empieza a hacer muy difícil, muy terrible, el olor a cadáver. Mientras yo estoy allí no se me nota: subo, bajo, digo, opino, torno, como, voy, pero cuando me quedo sola en el auto me empiezo a sentir muy abrumada.
Me siento muy mal, me siento muy mal, me siento muy mal, dice Lore en su casa. Y de ahí no sale. No es que sea importante que yo me sienta mal, pero si yo, que estoy entrenada para trabajar con angustia, dolor, desesperación, y no tengo familiares allí adentro, me siento así, ¿cómo se sentirán los parientes y los socorristas? Y, como bebita, le pido a mi esposo, como yo le decía a la gente que hiciera con sus familiares, que necesito estar así, como ovillito, como bebé, que necesito que me apapachen y que me den agüita. Era como no tener control. Me siento muy mal. Me siento muy mal.
Carlos, el cuñado de Rubén, se comunica con Lore a las tres de la mañana:
Doctora, ya lo sacamos. Perdone la hora, pero Patricia me dijo que la mantuviéramos informada a la hora que fuera.
No faltaba más, Carlos. Perfecto.
Ya lo vamos a enterrar, en el parque Memorial, en Naucalpan.
Vuélveme a hablar a las siete de la mañana porque estoy tan cansada que no me voy a despertar y quiero acompañarlos.
Lore se levanta cuando Carlos vuelve a llamarla, se viste, sale al parque Memorial. Y allí estamos, dice Lore, en el entierro. Llegan dos o tres ataúdes más. Eso nunca se ve en el parque Memorial. El bosque de los Remedios. Inclusive en los panteones privados empieza a haber más movimiento y los sepultureros se ven cansados. Allí está toda la familia, sin escándalo, la reciedumbre frente al dolor. Después les va a venir un quiebre, piensa Lore, grueso, melancólico, depresivo. Cuando estaban sacando piedras, recuerda Lore, tenían que mantenerse fuertes. No se podían ablandar. Algo, una recóndita sabiduría les decía que no podían aflojarse… el aflojamiento les viene después de que entierran a sus muertos. Entonces les viene un bajón, una depresión que te la regalo.
Después del sepelio viene el segundo paquete: avisarle a los niños. Se les había dicho que su padre estaba de viaje en Cancún.
Hay que decirles la verdad.
Pero ¿cómo, doctora?, dice la mamá de Patricia. Venga con nosotros.
Lore las acompaña a su casa de Tlalnepantla.
Lore nunca le había dicho a nadie… menos a niños.
En casa de mi mamá, dice Patricia.
No, en tu casa.
Pero yo no he vuelto a estar allí desde que Rubén se fue.
Pues hay que entrar porque ésta es tu casa y aunque Rubén ya no esté. Tienes que vivir allí. Tienes cuatro hijos, tienes que sacar a la familia adelante. Tienes que salir.
Patricia oscila entre el "él era toda mi vida, yo nunca decidí nada, pobrecita de mí, qué voy a hacer", y el "yo voy a poder, tengo que poder, yo voy a sacar a mis hijos". Patricia se debate entre las dos posturas. Ha estado condicionada para no tener voz y voto y ahora se encuentra con voz y voto y cuatro hijos. Y se aterra.
¿Tú me vas a ayudar? ¿Te puedo hablar de tú?
Evidentemente Rubén era muy buen padre, por la casa, por los juguetes. Está su cadáver, la bolsita que trajo de Cancún, la ropa que había usado, sus calcetines, sus camisas, y unos libros.
Siéntense aquí con su mamá, niños.
Se abrazan todos. La gallina con sus pollitos.
No puedo, Patricia empieza a llorar. No puedo. Tú. ¿Cómo se les dice a unos niños de siete para abajo?
Miren, ustedes saben que su mamita no ha venido, que ha estado buscando a su papá. Papá ya apareció, pero se murió.
¿Se murió?, pregunta la de siete años.
Sí, mi amor. Papito se murió, en su trabajo. En la secretaría. Ya lo encontraron y está muerto, mi amor. Y lo enterraremos mañana.
La niña de siete años dice… nada, pero no llora.
Papito nos ve desde el cielo y nos va a cuidar.
Sí. Lore quiere fijar un principio de realidad. Sí, pero aquí no viene más. Se murió. Ya no lo van a ver más.
Ay, una foto de mi papito.
Sí, una foto sí. Pero él ya no va a caminar por esta casa.
Empezamos a hablar de papito, recuerda Lore. Papito me llevaba al cine. Pepito me llevaba al restaurante.
Lore se queda dos o tres horas con los niños que, según su edad, van entendiendo de distinta manera cada uno. La de siete años ya tiene pensamiento abstracto; sí entiende lo que es la muerte. La de seis años dice:
Ay, ¿para que fue a la oficina?
La de cuatro años entiende que algo está pasando, pero ¿qué será? Algo pasa porque mi mamá está llorando.
Y el de dos años, que no entiende conceptualmente, sabe que algo grave pasa. Empieza: papito, papito, papito. Lore le da una paleta. El niño se pone a medio correr, se cae, y se la clava en la garganta. No le sucede nada. Empieza a llorar.
Patricia se ausenta porque le hablan por teléfono.
Lore se queda con Jésica, la niña de siete años.
¿Estás triste, mi amor?
Sí.
¿Tienes ganas de llorar?
Sí.
Llora, mi amor.
Jésica pregunta cómo estaba su papá, que si le cayeron piedras encima, que ella vio en la tele…
¿Tú quieres saber eso? Tu tío Carlos lo encontró. Vamos a llamar a tu tío Carlos.
Carlos, Jésica te quiere preguntar unas cosas. Díle la verdad, no le mientas, no hay que dar detalles innecesarios.
¿Mi papá cómo estaba?
Sí, mi amor. Allí yo lo encontré.
¿Y estaba muy lastimado?
Carlos se pone a llorar.
Ay, Jésica.
Pero dime.
Sí, mi amor. Le cayó un pilar encima.
¿Y hacía mucho que estaba muerto o se murió cuando lo vieron?
No, mi amor. Ya estaba muerto hace mucho.
¿Estaba vestido?
Sí, mi amor. Estaba vestido.
Ya no quiero preguntar más.


El miércoles veinticinco Lore se queda en su casa, sola, todo el día, en su cama, durmiendo a ratos. Una vecina toca la puerta y le dice:
Oye, Lore, aquí hay un muchacho socorrista de la Morelos y está muy mal. Dice que tiene ganas de llorar y que no puede. Tiembla.
Cuéntame, Marco. ¿Qué has visto?
A la Morelos no llega ayuda, le dice Marcos, están entre ellos sacando a sus gentes, de repente oyen un llanto y hay un huequito para entrar y me dicen tú eres el más delgado, entra. Y yo no tenía ganas de entrar. Escuché un llanto y dije no.
No entré porque era el llanto de un perro. Estoy seguro.
Luego le dicen que se meta a sacar un cadáver y él contesta es que ya no puedo. Localizan después a otro muchacho en los escombros, hay que cortarle la pierna para sacarlo y Marco ve cómo suben un aparato y cortan.
En otra parte de la Morelos una señora llora y dice mi niñita está allí adentro, pero mi esposo no me deja entrar y está bebiendo todo el día. Marco entra a sacar a la niña y sale con ella entre los brazos, viva. Pero allí truena. Marco no puede más. Empieza a temblar, a temblar… y esa tarde lo traen a casa de Lore.
Es que yo quiero llorar y no puedo.
¿Y si pudieras llorar qué gritarías?
Que me dejen en paz, que ya no puedo más, que quiero estar solo.
Cruzado por dos mensajes (el amor a los suyos que le dice que tiene que entrar y el impedimento que le viene del interior), Marco se siente deshecho por la culpa. Pero a la vez su cuerpo y su ánimo le dicen que ya no puede más.
Lore, que acaba de pasar ese día por el mismo proceso, le dice:
Mira, Marco. Todos estamos así. No es un problema de egoísmo ni de maldad. Es que hay un límite en lo que podemos soportar. Tú ya estás saturado. Ya no puedes más. No te tienes que sentir culpable. Esto les va a empezar a pasar a todos ustedes. Están viendo escenas que jamás pensaron y se las están teniendo que tragar solos. No hay quien les ayude a elaborar esto y, bueno, viejo, si no puedes más, pues no puedes más. No te sientas culpable, viejito. Ya basta. No puedes. No puedes. Descansa. Hoy, mañana. Y si pasado mañana puedes, pues órale, y si no, ni modo. Tú no causaste el desastre, papacito. El cuerpo te está mandando un aviso de que ya no das más, que estás como una olla de presión a la que ya no le cabe más.
Marco se empieza a tranquilizar.
Pausa larguísima. Silencio.
¿Y qué pasó con el perro?
¿Sería un perro?


Los pacientes de Lore hablan todo el día, que esto es terrible, que esto marca un momento en la historia, un antes y un después, que cómo saben ellos que no va haber otro. A todo el mundo se le recrudecen sus angustias y sus conflictos, según la historia de cada quien. Tal vez en todo esto los psicoteraupetas podemos ayudar, piensa Lore, siempre y cuando nos involucremos con las gentes que están en los lugares. Porque no hay una preparación en el sentido de que uno puede necesitar ayuda. Uno es un extraño. Hay que participar repartiendo pan, cobijas. Se va uno enterando de lo que pasa y entonces la gente se le empieza a acercar, y a contar y a llorar. Entonces así sí se puede. Llegar a decir yo soy psicóloga es ridículo. Absurdo. O esperar en tu consultorio. Olvídate. Nunca te van a llamar. La gente no se atreve. Hasta que te ven allí y ven que tú te fletas, entonces sí te hablan.
¿Por qué la gente siente le necesidad de enterrar a sus muertos?
Porque es una manera de saber dónde está el cuerpo de la gente amada, allí y no en otro lado. No desapareció. No se lo robaron. No está sufriendo. No está preso. Está allí. Cuando digo aquí está y se llama Rubén y está enterrado aquí, yo estoy vetando a la muerte. Aquí está Rubén y fue el padre de mis hijos y yo lo quiero. Le estoy dando un lugar, un espacio… y una lápida en la que queda inscrito su nombre. La historia no me lo va a borrar. Yo en lo más hondo de mí sé que está allí y no lo tengo en mi mente vagando en un nosocomio, en un hospital, lejos. Alguien decía que la humanidad pasa a ser civilización cuando nombra a sus muertos y establece ritos funerarios. Este es un ciudadano. Este existió. Y está aquí. Si no sé dónde quedó, yo digo que no ha muerto. Si no veo el cadáver, no sé si ha muerto. No me consta. Y siempre voy a contar el cuento de que no ha muerto, que anda por ahí, que algún día va a regresar. Y eso es muy enloquecedor. Algún día regresa. Algún día regresa. No. No regresa. Yo sé que está allí. ¿Por qué esa demanda tan impresionante de que por favor queremos los cuerpos? Porque la exigencia no es solamente en razón de que aún hay gente con vida. La demanda también es por favor denos los cuerpos. A la fosa común, no. Es una parte de uno, real, interna, histórica, de la civilización. Hay que enterrar a los muertos. Uno quiere saber dónde está su gente para poder elaborar el duelo internamente. Se murió. Lo vi. Allí está. Este fue un ciudadano.