Rancho aparte
Allá en esos años había mucho criadero de ganado, que no valía nada. Una vaca, cincuenta pesos. El oro, los minerales, era lo que jalaba. Por aquellos ranchos, el Tiro, el Boludo, a un lado de Tubutama, asomaban las casas de las minas de la Antimonia. Ocre, colorado el suelo, rojo.
Tenían muchísimas vacas los ganaderos, pero ocurría que muchos de ellos no contaban con tierras ni ranchos. Había unos que tenían el rancho pero no el ganado y era muy frecuente asociarse el dueño de la tierra y el poseedor del hato para hacer el negocio al partido: la mitad de la ordeñas, la mitad de las pariciones, y ahí vamos.
Mi abuelo mucho tiempo fue ganadero al partido, teniendo él sus partidas de ganado y arreglándose con los de los terrenos.
Cuenta la leyenda que en una ocasión traía una partida grande de ganado hacia el sur del Sásabe, hacia Tubutama, a un rancho que le llaman la Garrapata, propiedad de un señor Guillermo Méndez. Mi tata traía el ganado moviéndolo. Eran épocas de secas y escaseaba el agua. El caso es que llegaron él y sus vaqueros y todos los animales a un aguaje, un represo, un cercado, dentro del rancho, los novillos y las reses chingándose de sed. Días sin tomar agua. Se puso muy nervioso el pinche ganado: nomás huele el agua, a kilómetros de distancia, a metros, muy lejos, y se destrampa. Se vuelve loco. Te mata al vaquero, te cuerna los caballos y se va al agua hecho la chingada. Es un problema porque tienes que entrar a parar el ganado, porque si se tira y se traga el agua se pone muy mal. Se enferma, se empanzurra. Tienes que dejarle una entrada y luego sacar el ganado, vaquereando, y luego volver otro ratito.
Lo mismo pasa con uno. Tienes que tomar poco a poquito el agua, pues viene uno muy caliente y seco. Entonces unas vacas se le soltaron a mi tata. Se le corrió la partida y no la pudieron detener los vaqueros, le tumbaron el cerco al represo y se metieron al agua.
Y llega el dueño.
En eso están cuando llega Guillermo Méndez, hecho un chingado basilisco, enfurecido, con una carabina entre el brazo y el sobaco. Mi tata estaba sentado arriba del caballo, con una reata sobre la cabeza de la silla.
—Pinche Mendoza, hijo de la chingada. Bandido. Cabrón. Ahorita te voy a matar —le dijo Méndez, aventándole, picándole las costillas al caballo con la punta de la carabina. Y mi tata hablándole por las buenas.
—Oye, Guillermo, pero comprenderás. Venimos de muy lejos. Cóbrame el agua, no seas cabrón. No se va a acabar. No, te digo, se me soltó el ganado. No es para hacerte daño, no creas.
Y así estuvieron como media hora y aquél mentándole la madre.
—No, cabrón. Ahorita te bajas del caballo y te voy a llevar detenido a Pitiquito, para que por daños y perjuicios… Eres un bandido, vaquetón.
Y así lo trajo. Hasta que mi tata resolvió, se encabronó o algo y resolvió una acción. Sentado él en el caballo, arriba él, y este hombre parado frente a él con el rifle apuntándole. Y entonces mi tata, sin hacer ruido, abrió la boca de la reata de este tamaño. Sin mover las manos, la alzó y zum le tiró la reata, lo pescó del pescuezo y le dio al caballo con las espuelas y arrastró al hijo de la chingada como tres kilómetros. Al sentir el jalón del caballo, Guillermo Méndez soltó el rifle y mi tata lo metió entre los peñascos; lo arrastró y lo hizo mierda; se emputeció, le puso una chinga de perro bailarín. No murió. Lo sangró, lo golpeó, lo arrastró el caballo hasta que se cansó.
—Bueno, cabrón. No quisiste por las buenas, ahora te chingas —lo dejó tirado, agarró el ganado y se fue—. Muchachos, vámonos a la chingada.
Le quitó el rifle a Méndez y se fue para el Sásabe.
Date cuenta del movimiento. Aquel amigo estaba así. La precisión. Así nomás para pescarlo con una jaladita así y ya tener el caballo corriendo para que el otro no tuviera chanza de voltear con la carabina y meterle un balazo.
Don Fernando Zonta, el abuelo de Ricardo Villagrán Zonta, el abuelo materno, fue durante cuarenta años juez de paz del Sásabe. Sabía todo. Cuarenta años de juez. Salomónico el chingado viejo. Apreciado y querido por ricos y pobres. Justo el viejo. No se enriqueció. Tienen buena sangre esos cabrones. La onda chiva, burguesona, aristocratizante, que agarraron ellos, es por los Villagrán, por el viejo baboso, el padre de ellos, que se creía la divina garza y nunca pasó de perico perro. Le dieron como tres oportunidades de hacerse millonario y nunca supo. No. Pero él, puta madre te veía como si fuera el Káiser. Muy bueno el pinche viejo, el abuelo, dicen. Dicho por ellos: por Lotario, por Alfonso, por Pablo, por Gilberto.
Este viejo, don Fernando Zonta, que hace unos años murió, fue el que salvó a mi tata. Porque Guillermo Méndez se fue a curar de sus heridas y cometió la pendejada de dejar pasar un mes para ir a presentar su queja con la judicial. Agarraron a mi tata y lo metieron preso. Entonces don Fernando Zonta le dijo:
—No, Jesús. No te preocupes. Este cabrón ya se chingó porque ya pasaron treinta días. Y para ese tipo de pleitos son treinta días. Y con eso la libró mi tata, de no haberse ido al bote más tiempo. Y lo sacaron.
Ya viejo me decía mi tata:
—Ese cabrón fue el que me salvó, don Fernando, el que me dijo cómo hacerlo, las leguyadas: ya prescribió, ya pasaron treinta días. No te preocupes.
Tenían muchísimas vacas los ganaderos, pero ocurría que muchos de ellos no contaban con tierras ni ranchos. Había unos que tenían el rancho pero no el ganado y era muy frecuente asociarse el dueño de la tierra y el poseedor del hato para hacer el negocio al partido: la mitad de la ordeñas, la mitad de las pariciones, y ahí vamos.
Mi abuelo mucho tiempo fue ganadero al partido, teniendo él sus partidas de ganado y arreglándose con los de los terrenos.
Cuenta la leyenda que en una ocasión traía una partida grande de ganado hacia el sur del Sásabe, hacia Tubutama, a un rancho que le llaman la Garrapata, propiedad de un señor Guillermo Méndez. Mi tata traía el ganado moviéndolo. Eran épocas de secas y escaseaba el agua. El caso es que llegaron él y sus vaqueros y todos los animales a un aguaje, un represo, un cercado, dentro del rancho, los novillos y las reses chingándose de sed. Días sin tomar agua. Se puso muy nervioso el pinche ganado: nomás huele el agua, a kilómetros de distancia, a metros, muy lejos, y se destrampa. Se vuelve loco. Te mata al vaquero, te cuerna los caballos y se va al agua hecho la chingada. Es un problema porque tienes que entrar a parar el ganado, porque si se tira y se traga el agua se pone muy mal. Se enferma, se empanzurra. Tienes que dejarle una entrada y luego sacar el ganado, vaquereando, y luego volver otro ratito.
Lo mismo pasa con uno. Tienes que tomar poco a poquito el agua, pues viene uno muy caliente y seco. Entonces unas vacas se le soltaron a mi tata. Se le corrió la partida y no la pudieron detener los vaqueros, le tumbaron el cerco al represo y se metieron al agua.
Y llega el dueño.
En eso están cuando llega Guillermo Méndez, hecho un chingado basilisco, enfurecido, con una carabina entre el brazo y el sobaco. Mi tata estaba sentado arriba del caballo, con una reata sobre la cabeza de la silla.
—Pinche Mendoza, hijo de la chingada. Bandido. Cabrón. Ahorita te voy a matar —le dijo Méndez, aventándole, picándole las costillas al caballo con la punta de la carabina. Y mi tata hablándole por las buenas.
—Oye, Guillermo, pero comprenderás. Venimos de muy lejos. Cóbrame el agua, no seas cabrón. No se va a acabar. No, te digo, se me soltó el ganado. No es para hacerte daño, no creas.
Y así estuvieron como media hora y aquél mentándole la madre.
—No, cabrón. Ahorita te bajas del caballo y te voy a llevar detenido a Pitiquito, para que por daños y perjuicios… Eres un bandido, vaquetón.
Y así lo trajo. Hasta que mi tata resolvió, se encabronó o algo y resolvió una acción. Sentado él en el caballo, arriba él, y este hombre parado frente a él con el rifle apuntándole. Y entonces mi tata, sin hacer ruido, abrió la boca de la reata de este tamaño. Sin mover las manos, la alzó y zum le tiró la reata, lo pescó del pescuezo y le dio al caballo con las espuelas y arrastró al hijo de la chingada como tres kilómetros. Al sentir el jalón del caballo, Guillermo Méndez soltó el rifle y mi tata lo metió entre los peñascos; lo arrastró y lo hizo mierda; se emputeció, le puso una chinga de perro bailarín. No murió. Lo sangró, lo golpeó, lo arrastró el caballo hasta que se cansó.
—Bueno, cabrón. No quisiste por las buenas, ahora te chingas —lo dejó tirado, agarró el ganado y se fue—. Muchachos, vámonos a la chingada.
Le quitó el rifle a Méndez y se fue para el Sásabe.
Date cuenta del movimiento. Aquel amigo estaba así. La precisión. Así nomás para pescarlo con una jaladita así y ya tener el caballo corriendo para que el otro no tuviera chanza de voltear con la carabina y meterle un balazo.
Don Fernando Zonta, el abuelo de Ricardo Villagrán Zonta, el abuelo materno, fue durante cuarenta años juez de paz del Sásabe. Sabía todo. Cuarenta años de juez. Salomónico el chingado viejo. Apreciado y querido por ricos y pobres. Justo el viejo. No se enriqueció. Tienen buena sangre esos cabrones. La onda chiva, burguesona, aristocratizante, que agarraron ellos, es por los Villagrán, por el viejo baboso, el padre de ellos, que se creía la divina garza y nunca pasó de perico perro. Le dieron como tres oportunidades de hacerse millonario y nunca supo. No. Pero él, puta madre te veía como si fuera el Káiser. Muy bueno el pinche viejo, el abuelo, dicen. Dicho por ellos: por Lotario, por Alfonso, por Pablo, por Gilberto.
Este viejo, don Fernando Zonta, que hace unos años murió, fue el que salvó a mi tata. Porque Guillermo Méndez se fue a curar de sus heridas y cometió la pendejada de dejar pasar un mes para ir a presentar su queja con la judicial. Agarraron a mi tata y lo metieron preso. Entonces don Fernando Zonta le dijo:
—No, Jesús. No te preocupes. Este cabrón ya se chingó porque ya pasaron treinta días. Y para ese tipo de pleitos son treinta días. Y con eso la libró mi tata, de no haberse ido al bote más tiempo. Y lo sacaron.
Ya viejo me decía mi tata:
—Ese cabrón fue el que me salvó, don Fernando, el que me dijo cómo hacerlo, las leguyadas: ya prescribió, ya pasaron treinta días. No te preocupes.
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