Monday, February 27, 2006

Enterrar a los muertos

Lore pasa a través de guardias militares y empleados civiles explicando, explicando, explicando. Lleva una bata blanca y gafete al pecho. Un licenciado Hamilton le permite el acceso a la zona de desastre.
Mi fantasía, dice Lore, es que los parientes se están sintiendo adoloridos, reventados, incontrolables. Y no. Están enteritos, de una sola pieza, fuertes. ¿Hay alguna novedad? ¿Se oye algo? ¿Hay más víctimas? No queremos más mentiras. Queremos la verdad, aunque sea fea. Vamos a anotar lo que ustedes piden, pero hay cosas que no se pueden conseguir. Si ustedes quieren una máquina superespecial que reviente el cemento, eso no se puede. Pídanlo, pero desde ahora sabemos que no.
Lore intuye que tiene que responder con cierto grado de autoridad: Venimos a dar un apoyo a la herida de adentro, que no se ve, pero que existe. Los sindicalistas lo entienden. El papel de los psicoterapeutas sirve de mediación frente al poder: los militares, el Estado, la secretaría, el sindicato, por su pertenencia de clase, por la bata blanca, por cierta seguridad al hablar. Y como no tienen familiares entre los escombros pueden decir y demandar con mayor entereza que otros.
Así va pasando la tarde del sábado. Se le pide al licenciado Hamilton que al menos dé información cada hora, porque eso tranquilizaría a los parientes. ¿Qué tipo de información? La que sea, licenciado. Información técnica, inclusive: se quitaron tantos bloques, no se puede mover una piedra, vamos a meter una motonosequé. Eso los familiares lo entienden. No tiene que dar datos sobre las víctimas si no los tiene. Diga lo que está sucediendo, licenciado, simple y llanamente. ¿Y si no se ha sacado a ninguna víctima en una hora qué dato vamos a dar? Pues diga lo que está haciendo, para que los familiares vayan entendiendo y tomen parte activa en todo el proceso de rescate y no se limiten a ver cómo desentierran a sus muertos.
A las seis de la tarde se informa que encontraron a cuatro personas, dos vivas y dos muertas. Hay que asegurarse de que el familiar está aquí. Todo mundo se mueve enloquecido. Hay que levantar una lista. ¿Quién está aquí? Mi hermano.
¿Cómo sabe que su hermano está aquí?
Porque entró a las siete de la mañana.
¿Está usted seguro?
Sí.
¿Cómo es su hermano? Si lo tuviera que reconocer en la calle, ¿usted qué me diría?
Tiene un lunar, es un poco alto, de pelo lacio negro.
¿Y usted?
Es cuadradita y gordita.
¿Y usted?
Es joven, pero canoso.
Las víctimas empiezan a convertirse en gente conocida. Fulano es papá de cuatro. Perenganito entra a tal hora. Perengano es intendente y es de Michoacán. Tiene setenta años. Ya no son víctimas en abstracto.
A no menos de cincuenta metros de donde están sacando los cuerpos, Lore se aproxima a María Inés Serrano, una señora joven, de veintitrés años, muy tímida, con una niña de tres meses, esposa de alguien que está siendo extraído: Álvaro Luna Alegría.
¿Luna qué?, le preguntaba a cada rato a Lore. ¿Luna qué?
Van a sacar a cuatro gentes. Una de ellas es su esposo. No sé si está vivo a muerto. Mentira: Lore sabe que está vivo, pero no le quiere dar falsas esperanzas… La voy a acercar a donde lo van a sacar, pero usted se me está tranquilita porque si usted hace un escándalo, se me desmaya o se pone a gritar, nos corren a usted y a mí. Así que se me va tranquilita, de la mano conmigo.
Lore y María Inés se colocan a cinco metros de la ambulancia y empiezan a ver que bajan un cuerpo, tapado. Se dice que está vivo. Sólo le sale un zapato por el lado derecho de la camilla. Tomándose al pie de la letra las instrucciones de Lore, en un murmullo casi, María Inés le toca el hombro y le dice: pst, pst, pst. Lore la toma de la mano cuando ve que bajan el cuerpo. María Inés le dice pst, pst, que se acerque para que le hable al oído. ¿Qué? Acérquese. Ése es mi esposo, añade quedamente María Inés. Lo conozco por el zapato.
La voy a acercar a la ambulancia y vamos a tratar de ver que usted suba. Usted le tiene que hablar suavecito, como a un bebé. Y si lo puede apretar en algún lado que no esté herido, hágalo. Él va a entender, aunque esté dormido, que ya no está entre las piedras.
Lore supone que el hombre, aunque inconsciente, en algún lado, en su sensibilidad más profunda, va a escuchar el ronrroneo de la voz que le va a permitir reactivar sus signos vitales.
Y le habla usted, le sigue hablando como si fuera bebito. Usted ve que a los bebés se les habla aunque no entiendan, pero en algún lado sí entienden cuando la voz es de amor, o de enojo.
Al adelantarse Lore para que María Inés suba a la ambulancia le dicen que no.
¿Cómo que no?
Es que está inconsciente, dice el socorrista.
Si va un familiar es mejor.
No, está prohibido que los parientes suban a la ambulancia.
Pero uno, uno nada más. Elija usted: el papá, el hermano, la esposa, alguien, el que usted vea más tranquilito.
No.
La ambulancia número ocho se aleja de la secretaría a las siete de la noche. ¿A dónde va? A la Cruz Roja de Polanco.
Los parientes de María Inés no conocen Polanco porque son de las afueras de la ciudad y de otro estrato social. Lore va con ellos diciendo a la señora que hay que estar tranquila, que no hay que transmitirle ansiedad al herido. Van en un taxi. Eran unas de esas gentes que traen taxi y una de esas camionetas viejas tipo México ra ra ra, y ahí vamos, tratando de salir de las zonas acordonadas. Nos tardamos una hora y cuarto en llegar a la Cruz Roja de Polanco, entre escombros, sombrerazos, pitazos, porque la ciudad está muy exaltada ese sábado en la noche. Lore insiste en que hay que llegar con calma. Hay que pedir que nos lo dejen ver, aunque sea cinco minutos. Hay que acercarse y decirle al oído que todo está bien, que ya está del otro lado.
No, aquí no está.
¿Cómo que no está? Si nosotros veníamos casi detrás de la ambulancia.
No está.
¿Dónde está? ¿Cómo nos dice que no está? No puede ser que nos tengan así.
Vaya a preguntar a donde está la radio de los socorristas.
Bajan.
Sálganse.
No, dice Lore. Nosotros venimos detrás de la ambulancia número ocho y nos dijeron que venían para acá.
Sálganse.
No me voy a salir. Es mi familiar y yo quiero saber dónde está. Sólo me salgo si usted me promete que va a radiar a ver dónde carajos fue a dar la ambulancia número ocho. Si no, no me salgo.
Bueno, denos un momento porque está interrumpiendo aquí, contesta el radioperador.
Hay más de diez personas esperando. Lore sale, se queda afuera, deja pasar diez minutos y vuelve a tocar:
¿Qué pasó? ¿La Cruz Roja número ocho dónde está?
Aparece un médico, muy amable, e informa:
La ambulancia número ocho fue a dar a la clínica de la Prensa en la colonia Morelos. Yo voy para allá. Si quieren yo les digo dónde está.
¿Está seguro?
Sí.
Lore ve que los familiares de Álvaro Luna Alegría salen corriendo y no los vuelve a ver. Lore se pregunta si realmente existe la clínica de la Prensa. No sé, piensa. Yo lo único que sé es que llegué hasta aquí y me quedé un rato tratando de averiguar cuál era la organización de la Cruz Roja. Nombres. Cómo estaban manejando las listas de los desaparecidos y a dónde los mandaban. Así, atascada la Cruz Roja de Polanco.
Sola, Lore camina entre la multitud. Allí ha llegado a borbotones la mejor comida de la ciudad. Tacos de todo tipo. Un puesto impresionante. Con asaderos nuevecitos. Muy rico. Son las ocho de la noche y Lore no ha comido nada en todo el día. Refrescos. Helados.
Y me comí cuatro o cinco tacos, dice Lore. Porque tenía mucha hambre. Y yo decía: cámara maestro, ¡tacos!, ¡tacos!, ¡tacos! Entonces se ponía la gente. Y ¡otro taquito!, ¡otro taquito! Y campechaneado. A ver, frijoles con… Otro chilito, por favor. Era un picadillo delicioso. Y frijolitos, y los refrescos. Me acuerdo que los refrescos me impresionaron porque estaban helados. Y, además, muchachos jóvenes, muy guapos, de la zona. ¡Tacos, tacos! Y entonces yo digo puta madre, estos cabrones en su vida estarían ayudando en sus casas a repartir tacos, pero aquí están. Entonces se notaba, el toldo, la cosa ésa donde se ponía la comida caliente, los canastos con sus envolturas de tela, no servilletas de papel, hielo a pasto, refrescos, helados, helados.


Llena la Cruz Roja de Polanco. Repleta de gente ayudando. Lo que sea. En otras colonias, como la Morelos, los puestecitos reciben lo que Dios les da a entender.
A esa hora yo ya me fui a mi casa. Yo iba sin coche. Hablé a la casa, que pasaran por mí. Ya me estaba empezando a sentir medio abrumada, porque a medida que pasan las horas la sensación es que todo se dificulta cada vez más, que todavía hay gente con vida. Y eso que todavía era sábado.
El domingo vuelvo a ir a la secretaría. Y otra vez todo el día allí. Otra vez la misma función: estar con los familiares, escuchar sus historias, ver qué está pasando entre las ruinas, volver a estar como mediadora. Era como una función de información. O sea: dicen señora que está pasando esto allá arriba; dicen que ahorita van a encontrar a alguien; dicen que no van a derrumbar. Entonces era: ir a donde están los familiares, ir a donde está la tropa y los rescatadores y caminar para arriba y para abajo. Había una gran indiferencia por la cosa psicológica. Como que a eso no le dan importancia. El problema para los médicos y los policías son las heridas a flor de piel. Hay un desconocimiento aterrador de la problemática emocional, de los sentimientos, pero además es cierto: había mucho miedo. Miedo de que los familiares armaran el gran escándalo. Aunque los familiares tenían hasta ese momento una fortaleza que yo no lo podía creer. Sí, sabemos, pero queremos la verdad, decían. No estaban escandalizados ni se desmayaban. Incluso mostraban cierta sabiduría psicológica al acercarse a los escombros y gritarles: ¡Estamos aquí! ¡Aquí estamos!
A medida que pasan los días yo me acerco, cuenta Lore. Los de la secretaría, los del sindicato ponen un toldo grandote donde se duerme, se come, se cena, se sienta, se desayuna. Se va rotando la gente. Se empiezan a dar cuenta de que yo no voy a crear líos; no soy autoridad tampoco para dar órdenes. Se acercan, me cuentan lo que sucedió el primer día. Me dicen por ejemplo: Antelmo el compañero tiene a su esposa y a su niña allí adentro. Y Antelmo estuvo hasta el viernes sin moverse de allí, subiendo a los escombros, bajando. Serio. Uno nunca se hubiera imaginado que allí abajo estaban su esposa y su hija.
Otros compañeros del sindicato suben y otros bajan y empieza a llegar comida: naranjas, arroz, huevos cocidos, comida a pasto, a pasto. Comían los socorristas, los familiares, nosotros, sobraba comida. Y seguían llegando camiones con comida. Se corrió la voz. Unos estaban allí y otros mandaban comida. Señoras del sindicato, esposas, están allí ayudando, sirviendo tortas, sándwiches, refrescos chilitos. Por un lado estaban las ruinas, gente muerta. Por otro estábamos nosotros, angustiados pero comiendo mientras llegaba más y más comida. Doctorcita, una naranja, un refresco. Todo muy cuidado: esta es agua electropura, esta es para beber, esta para lavarse. Así se va pasando el tiempo y la gente sentada allí, platicando, y empiezan a contar cómo fue el primer día, después de las siete de la mañana, y quiénes estaban adentro.
Bajo las ruinas de la secretaría yacen más de veinticinco empleados de la compañía Mate, una empresa particular que da servicio de limpieza a las oficinas del gobierno. Algunos nombres: Edilberta, Anita, Pilar, Raúl, Cresenciano, Trini, Yolanda, Apolín. Las afanadoras entran temprano, de manera que a las ocho de la mañana todo esté limpio. Había veintitantas mujeres de Mate allí metidas: todo el equipo de limpieza, además gentes de la intendencia, gente de la oficina de prensa que entra a las cinco de la mañana para tener todos los recortes de los periódicos listos a las ocho. O la mujer a la que el esposo había dejado a las siete y cuarto, porque los dos trabajan y tienen un solo coche, porque tú me dejas en el trabajo y yo a ti, porque él tenía que entrar a las ocho en otro lado. Los tempraneros. Fulanito, cómo quieres, tenía la mala costumbre de llegar puntual. Y llegó a las siete. En las primeras horas logran sacar a bastante gente de los pisos de arriba. Suben a los escombros y empiezan a gritar: ¡Chuuuy, aquí estamos! ¡Chuuuy, no te preocupes! Vamos a empezar a salir. Mira, aquí está. La familia tuya está bien, no te preocupes. Les gritábamos para que estuvieran tranquilos, que no había bronca, que nosotros los íbamos a sacar.
Pero llegó el ejército y nos bajó a todos.
El domingo llegan los perros de los franceses. Tres perros, tres franceses. Y suben. Todo mundo excitadísimo con los perros. Ya llegaron los salvadores. Órale. Por aquí, güero. Pásele. Ándele. Los franceses dicen que los perros arriba no huelen nada porque hay mucho cadáver, que hay que quitar dos losotas grandotas para que los perros puedan regresar y oler en el tercer piso. Quitar esas losas toma cuarenta y ocho horas. Y se van.
Ay, doctorcita. Yo no sé si él está aquí. No tenía que entrar a esa hora, dice Patricia Pego, la mujer de Rubén Bernal Piña, de treinta y dos años, licenciado en administración, analista especializado en la secretaría.
Rubén había llegado a las tres de la mañana de Cancún y prefirió esperar que transcurriera la madrugada en el aeropuerto en vez de irse a su casa, en Tlalnepantla. En el primer metro de la mañana se fue directo a la secretaría y a las siete y diez habló con su suegra: Dígale a Patricia que no se preocupe. Ya me vine del aeropuerto para acá. Nos vemos en la tarde.
Patricia piensa: bueno, seguramente no está aquí porque un amigo me dijo que lo vio en la calle, porque Lupita me dijo que él se salió a comer un taco. No puede estar aquí.
Ay, doctora, fíjese que estoy contentísima, dice Patricia a Lore por teléfono a las cuatro de la mañana del lunes. Hoy sacaron a dos compañeras y me dicen que Rubén está allí y que está vivo. Bendito sea Dios ya lo tenemos localizado. Tiene parálisis facial y en una de ésas no puede hablar, pero me dicen que sí habla.
Lore vuelve el lunes por la mañana y le cuenta que sí, que han sacado a un muchachito al que le estaba saliendo el bigote poquitito, que lo habían sacado, ahí tengo el nombre: Palomino. Se habían quedado adentro él y su mamá. A su mamá la sacan el sábado, con vida y bien, y el lunes en la madrugada sale el hijo, que muere horas más tarde. Tenía las piernas gangrenadas. Lore recuerda perfectamente: la mamá le había dicho que tenía diecisiete años y que le estaba saliendo el bigotito. Y luego le dicen que, en efecto, Rubén está allá arriba, que ya está localizado, pero que está muerto.
¿Qué me dice de mi hijo?, dice el padre de Rubén Bernal Piña.
No sé, estoy llegando, contesta Lore. Déjeme averiguar, yo ahorita vengo a decirle.
Patricia está tirada en el suelo, bajo el toldo del sindicato.
Ay, doctora. Se me murió. Se me murió.
¿Usted quiere que nos vayamos?
No. Yo me quiero quedar aquí hasta que lo saquen.
Durante todo el lunes se hacen intentos por extraer el cuerpo de Rubén. ¿Podría subir Lore?
Cómo no, doctora. Véngase.
Suben Lore y Carlos, el hermano de Patricia, con cuerdas y guantes, se asoman y sí: Rubén está allí con un pilar encima. Sacarlo demoró todo el día. A Patricia le habían dicho que cuando todo empezó, Rubén se agarró del pilar. Ya estaba muerto desde hacía dos días por lo menos.
¿Cómo sabían que estaba muerto?
Porque se le veía, porque tenía el pilar, la cara destrozada, hinchado.
Lore se agarró de unas cuerdas. Carlos, gentil el muchacho, sensible y fuerte, la ayuda a subir. A ver si no me caigo y dejo un desmadre aquí, dice Lore, porque, imagínate, llovido sobre mojado. A ver si no les creo más problemas a los rescatistas. Voy así, como muy recia, viendo dónde voy a pisar para no doblarme un pie y crear más problemas. Me asomo con Carlos y es obvio que Rubén está muerto hace cuando menos dos días. Y sí, la descripción coincide: chamarra roja, pantalón café.
Bajan.
¿Qué me dice, doctora?, pregunta el padre de Rubén.
¿Y su hija y su hermana? ¿Está usted solo?
Se fueron a llamar por teléfono. ¿Qué me dice?
Vamos a esperar a que vengan sus hermanas y su hija ¿no?
Bueno, pero ¿qué me dice? ¿Malas noticias?
Sí.
¿Cuáles? ¿Muy malas?
Las peores. Está muerto.


Así empieza a transcurrir el día. Se sabe dónde está Rubén, pero no se le puede sacar porque tiene encima un pilar que pesa varias toneladas.
Lore baja a decirle a Patricia que está muerto.
Está allá arriba. Hace varios días…
Ay, mejor. Así no sufrió.
La primera reacción es que está vivo, está vivo, está vivo. Cuando se sabe que está muerto, la respuesta es otra: humm, ojalá que haya muerto rápido para que no sufriera más, ojalá que no haya tenido que estar tres cuatro días ¿no?, viendo que no pasa nada, que se está muriendo y que nadie lo saca.
Están sacando los cadáveres por atrás, dice un sindicalista. Por favor, fíjese que no se los lleven sin reconocer.
Los cuerpos se colocan en un camión de la Armada. Uno de ellos corresponde a Noemí Bersúns, de la compañía Mate. Llevaba una bata azul eléctrico.
Eso es lo que decía Francisca: nosotras todas somos de bata azul. Éramos veinticinco y no las han sacado a todas.
Francisca estaba allí por sus puras compañeras de trabajo. No tenía ningún familiar allí. ¿Cuándo las van a sacar? El dueño no viene. Bien que se lavó las manos.
Carreto, un muchacho del sindicato, se acerca a Lore y le dice:
Yo me voy con usted.
Sale un camión. Ya empiezan a sacar en bulto a la gente, muerta hace varios días, quizá un poco descompuesta. Y así nos pasamos todo el lunes, dice Lore. De pronto nos mandan a callar a todos. Silencio. Se escucha un ruido en la esquina de Doctor Vértiz y Fray Servando. Puede haber alguien con vida. Todo el mundo se para: cien doscientas trescientas gentes entre las que están en los escombros, en la calle, y los del sindicato. Donde te pares te tienes que quedar. Sale uno de los topos… Ya está Petróleos Mexicanos aquí. Rápido. Los topos son los que se saben meter por los hoyos; son gente especializada que sabe medir, cómo quitas esto, cómo te metes, tienen que ser muy delgados.
Por favor se callan la boca no me dejan oír. Trescientas gentes congeladas. Silencio absoluto. Hay que escuchar si adentro hay una vocecita, un ruidito, algo que diga que hay alguien que está respondiendo. Pasan quince veinte treinta minutos. Y salen: el topo y un técnico de Petróleos. Dicen que están escuchando a alguien como un ruidito y que van a tratar de abrir un túnel para llegar a la persona que supuestamente está con vida y no se sabe si es hombre o mujer. Tantos datos tan ambiguos enloquecen. Salen los rescatistas y empiezan a decir algo, pero alguien les dice no, mejor aquí, en privado. ¿Por qué se tiene que decir en privado? ¿Quiénes más interesados que los familiares en saber lo que está sucediendo? Pero no, no entienden. Se van a su conferencia privada a un lado de los escombros.
Yo me meto, dice Lore, a escuchar. A ellos no les gusta, pero no me dicen nada.
¿Por qué no lo dicen recio? Hay gente con vida. Además es un rito absurdo porque finalmente así como yo me meto a escuchar se meten otros y nos volvemos y vamos y decimos. Es un rito de complicaciones burocráticas. No sé qué decir. Rituales: primera instancia, el que oye; segunda instancia, los jefes: tercera instancia, los bocones, como yo, que estamos avisando; y cuarta instancia, los familiares.
¿Por qué no les dicen a los parientes? Total, yo se los voy a decir. Siempre voy con la sensación de que estoy revelando secretos. Mira, acabo de decir esto, pero no hay que hacer escándalo. Los familiares están quietos, tranquilos y, a estas alturas del partido, resignados… pero quieren ver a su gente.
Ya se puede hacer ruido otra vez porque el topo ya sabe dónde escuchó y nos avisa. Vamos a abrir un canal.
Y empieza a llover.
A las siete de la noche del lunes: un aguacero. Llueva a cántaros. Mucha gente del rescate baja. Los escombros están resbalosos. Empieza a hacer frío. Nos empapamos. Zapatos empapados. Comida empapada. Colchas empapadas. Deja de llover y tuc tuc tuc: para arriba otra vez. Y todavía Rubén no sale. Carajo, con la lluvia ¿qué va a pasar con los cadáveres? Pero si a los que están vivos les cae un poco de agua… mejor. Por algún lado se va a meter el agua.
Lore se retira a las nueve de la noche y le dice a Patricia que a la hora en que saquen a Rubén le avisen. Patricia está más tranquila. ¿Ya lo saben las niñas? Tiene cuatro hijos: una niña de siete, una niña de seis, una niña de cuatro, y un bebito, el único hombre, la adoración de su papá. Abrahamcito, de dos años. Está toda la familia: la tía, la sobrina, la comadre, el compadre, están en bola. Esto no sucede en otros países. Esas redes familiares.
Mi esposa Edilberta, doctora. ¿Usted cree? Me están mintiendo. Me dicen que ya la sacaron y no es cierto. Ya vino la gente de la colonia y yo les dije que estaba viva. Van a ir a decir a la colonia que está viva y no es cierto. Fíjese nomás, doctora, dice el albañil, con ocho hijos, esposo de una de las trabajadoras de Mate, preocupado porque ya había venido la palomilla e iba a ir a decir a la colonia, en Naucalpan, que Edilberta estaba viva.
Allí está mi papá, de setenta años, en la parte de adelante, doctora, no me dejan pasar, dice un señor de Iztapa de la Sal, de unos cuarenta y siete años, alto, recio, tímido.
¿Y usted por qué no entra?
Allí están los militares.
Váyase por el otro lado. Yo lo paso.
Pero por allá también está acordonado.
Mire, le dice Lore al soldado, el señor es el único familiar. Su papá tiene setenta años y era de Intendencia. Déjelo pasar. El señor está muy tranquilo y quiere estar enfrente de donde están sacando a su papá. Una semana después no se sabe aún si está vivo o muerto. El soldado deja pasar al señor. Cada dos horas Lore vuelve por allí:
¿Qué pasó?
Todavía no sale. Dicen… dicen que encontraron a alguien.
Por falta de información los rumores van y vuelven.
Así se pasa el lunes. Lore se siente muy mal. Quiere encontrarse con sus compañeros del Círculo Psicoanalítico pero no los localiza porque los teléfonos no sirven, porque se cayó un edificio cerca del Círculo. Lore se va a su casa:
Lo que estamos viviendo todos, dice Lore, nos está empezando a penetrar muy a fondo, aunque no seamos familiares de las víctimas. Todo se empieza a hacer muy difícil, muy terrible, el olor a cadáver. Mientras yo estoy allí no se me nota: subo, bajo, digo, opino, torno, como, voy, pero cuando me quedo sola en el auto me empiezo a sentir muy abrumada.
Me siento muy mal, me siento muy mal, me siento muy mal, dice Lore en su casa. Y de ahí no sale. No es que sea importante que yo me sienta mal, pero si yo, que estoy entrenada para trabajar con angustia, dolor, desesperación, y no tengo familiares allí adentro, me siento así, ¿cómo se sentirán los parientes y los socorristas? Y, como bebita, le pido a mi esposo, como yo le decía a la gente que hiciera con sus familiares, que necesito estar así, como ovillito, como bebé, que necesito que me apapachen y que me den agüita. Era como no tener control. Me siento muy mal. Me siento muy mal.
Carlos, el cuñado de Rubén, se comunica con Lore a las tres de la mañana:
Doctora, ya lo sacamos. Perdone la hora, pero Patricia me dijo que la mantuviéramos informada a la hora que fuera.
No faltaba más, Carlos. Perfecto.
Ya lo vamos a enterrar, en el parque Memorial, en Naucalpan.
Vuélveme a hablar a las siete de la mañana porque estoy tan cansada que no me voy a despertar y quiero acompañarlos.
Lore se levanta cuando Carlos vuelve a llamarla, se viste, sale al parque Memorial. Y allí estamos, dice Lore, en el entierro. Llegan dos o tres ataúdes más. Eso nunca se ve en el parque Memorial. El bosque de los Remedios. Inclusive en los panteones privados empieza a haber más movimiento y los sepultureros se ven cansados. Allí está toda la familia, sin escándalo, la reciedumbre frente al dolor. Después les va a venir un quiebre, piensa Lore, grueso, melancólico, depresivo. Cuando estaban sacando piedras, recuerda Lore, tenían que mantenerse fuertes. No se podían ablandar. Algo, una recóndita sabiduría les decía que no podían aflojarse… el aflojamiento les viene después de que entierran a sus muertos. Entonces les viene un bajón, una depresión que te la regalo.
Después del sepelio viene el segundo paquete: avisarle a los niños. Se les había dicho que su padre estaba de viaje en Cancún.
Hay que decirles la verdad.
Pero ¿cómo, doctora?, dice la mamá de Patricia. Venga con nosotros.
Lore las acompaña a su casa de Tlalnepantla.
Lore nunca le había dicho a nadie… menos a niños.
En casa de mi mamá, dice Patricia.
No, en tu casa.
Pero yo no he vuelto a estar allí desde que Rubén se fue.
Pues hay que entrar porque ésta es tu casa y aunque Rubén ya no esté. Tienes que vivir allí. Tienes cuatro hijos, tienes que sacar a la familia adelante. Tienes que salir.
Patricia oscila entre el "él era toda mi vida, yo nunca decidí nada, pobrecita de mí, qué voy a hacer", y el "yo voy a poder, tengo que poder, yo voy a sacar a mis hijos". Patricia se debate entre las dos posturas. Ha estado condicionada para no tener voz y voto y ahora se encuentra con voz y voto y cuatro hijos. Y se aterra.
¿Tú me vas a ayudar? ¿Te puedo hablar de tú?
Evidentemente Rubén era muy buen padre, por la casa, por los juguetes. Está su cadáver, la bolsita que trajo de Cancún, la ropa que había usado, sus calcetines, sus camisas, y unos libros.
Siéntense aquí con su mamá, niños.
Se abrazan todos. La gallina con sus pollitos.
No puedo, Patricia empieza a llorar. No puedo. Tú. ¿Cómo se les dice a unos niños de siete para abajo?
Miren, ustedes saben que su mamita no ha venido, que ha estado buscando a su papá. Papá ya apareció, pero se murió.
¿Se murió?, pregunta la de siete años.
Sí, mi amor. Papito se murió, en su trabajo. En la secretaría. Ya lo encontraron y está muerto, mi amor. Y lo enterraremos mañana.
La niña de siete años dice… nada, pero no llora.
Papito nos ve desde el cielo y nos va a cuidar.
Sí. Lore quiere fijar un principio de realidad. Sí, pero aquí no viene más. Se murió. Ya no lo van a ver más.
Ay, una foto de mi papito.
Sí, una foto sí. Pero él ya no va a caminar por esta casa.
Empezamos a hablar de papito, recuerda Lore. Papito me llevaba al cine. Pepito me llevaba al restaurante.
Lore se queda dos o tres horas con los niños que, según su edad, van entendiendo de distinta manera cada uno. La de siete años ya tiene pensamiento abstracto; sí entiende lo que es la muerte. La de seis años dice:
Ay, ¿para que fue a la oficina?
La de cuatro años entiende que algo está pasando, pero ¿qué será? Algo pasa porque mi mamá está llorando.
Y el de dos años, que no entiende conceptualmente, sabe que algo grave pasa. Empieza: papito, papito, papito. Lore le da una paleta. El niño se pone a medio correr, se cae, y se la clava en la garganta. No le sucede nada. Empieza a llorar.
Patricia se ausenta porque le hablan por teléfono.
Lore se queda con Jésica, la niña de siete años.
¿Estás triste, mi amor?
Sí.
¿Tienes ganas de llorar?
Sí.
Llora, mi amor.
Jésica pregunta cómo estaba su papá, que si le cayeron piedras encima, que ella vio en la tele…
¿Tú quieres saber eso? Tu tío Carlos lo encontró. Vamos a llamar a tu tío Carlos.
Carlos, Jésica te quiere preguntar unas cosas. Díle la verdad, no le mientas, no hay que dar detalles innecesarios.
¿Mi papá cómo estaba?
Sí, mi amor. Allí yo lo encontré.
¿Y estaba muy lastimado?
Carlos se pone a llorar.
Ay, Jésica.
Pero dime.
Sí, mi amor. Le cayó un pilar encima.
¿Y hacía mucho que estaba muerto o se murió cuando lo vieron?
No, mi amor. Ya estaba muerto hace mucho.
¿Estaba vestido?
Sí, mi amor. Estaba vestido.
Ya no quiero preguntar más.


El miércoles veinticinco Lore se queda en su casa, sola, todo el día, en su cama, durmiendo a ratos. Una vecina toca la puerta y le dice:
Oye, Lore, aquí hay un muchacho socorrista de la Morelos y está muy mal. Dice que tiene ganas de llorar y que no puede. Tiembla.
Cuéntame, Marco. ¿Qué has visto?
A la Morelos no llega ayuda, le dice Marcos, están entre ellos sacando a sus gentes, de repente oyen un llanto y hay un huequito para entrar y me dicen tú eres el más delgado, entra. Y yo no tenía ganas de entrar. Escuché un llanto y dije no.
No entré porque era el llanto de un perro. Estoy seguro.
Luego le dicen que se meta a sacar un cadáver y él contesta es que ya no puedo. Localizan después a otro muchacho en los escombros, hay que cortarle la pierna para sacarlo y Marco ve cómo suben un aparato y cortan.
En otra parte de la Morelos una señora llora y dice mi niñita está allí adentro, pero mi esposo no me deja entrar y está bebiendo todo el día. Marco entra a sacar a la niña y sale con ella entre los brazos, viva. Pero allí truena. Marco no puede más. Empieza a temblar, a temblar… y esa tarde lo traen a casa de Lore.
Es que yo quiero llorar y no puedo.
¿Y si pudieras llorar qué gritarías?
Que me dejen en paz, que ya no puedo más, que quiero estar solo.
Cruzado por dos mensajes (el amor a los suyos que le dice que tiene que entrar y el impedimento que le viene del interior), Marco se siente deshecho por la culpa. Pero a la vez su cuerpo y su ánimo le dicen que ya no puede más.
Lore, que acaba de pasar ese día por el mismo proceso, le dice:
Mira, Marco. Todos estamos así. No es un problema de egoísmo ni de maldad. Es que hay un límite en lo que podemos soportar. Tú ya estás saturado. Ya no puedes más. No te tienes que sentir culpable. Esto les va a empezar a pasar a todos ustedes. Están viendo escenas que jamás pensaron y se las están teniendo que tragar solos. No hay quien les ayude a elaborar esto y, bueno, viejo, si no puedes más, pues no puedes más. No te sientas culpable, viejito. Ya basta. No puedes. No puedes. Descansa. Hoy, mañana. Y si pasado mañana puedes, pues órale, y si no, ni modo. Tú no causaste el desastre, papacito. El cuerpo te está mandando un aviso de que ya no das más, que estás como una olla de presión a la que ya no le cabe más.
Marco se empieza a tranquilizar.
Pausa larguísima. Silencio.
¿Y qué pasó con el perro?
¿Sería un perro?


Los pacientes de Lore hablan todo el día, que esto es terrible, que esto marca un momento en la historia, un antes y un después, que cómo saben ellos que no va haber otro. A todo el mundo se le recrudecen sus angustias y sus conflictos, según la historia de cada quien. Tal vez en todo esto los psicoteraupetas podemos ayudar, piensa Lore, siempre y cuando nos involucremos con las gentes que están en los lugares. Porque no hay una preparación en el sentido de que uno puede necesitar ayuda. Uno es un extraño. Hay que participar repartiendo pan, cobijas. Se va uno enterando de lo que pasa y entonces la gente se le empieza a acercar, y a contar y a llorar. Entonces así sí se puede. Llegar a decir yo soy psicóloga es ridículo. Absurdo. O esperar en tu consultorio. Olvídate. Nunca te van a llamar. La gente no se atreve. Hasta que te ven allí y ven que tú te fletas, entonces sí te hablan.
¿Por qué la gente siente le necesidad de enterrar a sus muertos?
Porque es una manera de saber dónde está el cuerpo de la gente amada, allí y no en otro lado. No desapareció. No se lo robaron. No está sufriendo. No está preso. Está allí. Cuando digo aquí está y se llama Rubén y está enterrado aquí, yo estoy vetando a la muerte. Aquí está Rubén y fue el padre de mis hijos y yo lo quiero. Le estoy dando un lugar, un espacio… y una lápida en la que queda inscrito su nombre. La historia no me lo va a borrar. Yo en lo más hondo de mí sé que está allí y no lo tengo en mi mente vagando en un nosocomio, en un hospital, lejos. Alguien decía que la humanidad pasa a ser civilización cuando nombra a sus muertos y establece ritos funerarios. Este es un ciudadano. Este existió. Y está aquí. Si no sé dónde quedó, yo digo que no ha muerto. Si no veo el cadáver, no sé si ha muerto. No me consta. Y siempre voy a contar el cuento de que no ha muerto, que anda por ahí, que algún día va a regresar. Y eso es muy enloquecedor. Algún día regresa. Algún día regresa. No. No regresa. Yo sé que está allí. ¿Por qué esa demanda tan impresionante de que por favor queremos los cuerpos? Porque la exigencia no es solamente en razón de que aún hay gente con vida. La demanda también es por favor denos los cuerpos. A la fosa común, no. Es una parte de uno, real, interna, histórica, de la civilización. Hay que enterrar a los muertos. Uno quiere saber dónde está su gente para poder elaborar el duelo internamente. Se murió. Lo vi. Allí está. Este fue un ciudadano.

1 Comments:

Blogger Maricela Luján said...

Hola Federico:
He leído hoy dos de tus relatos
" Zurcido invisible " y
" Enterrar a los muertos " Me han gustado, me he sentido identificada con ellos, pues curiosamente encontré en ambos cosas que he vivido. Yo escribo también y me inclino por la narrativa, tengo un negocio de confección de ropa deportiva y estuve a milimetros de la muerte en el temblor del 85.
Saludos !
M. Luján

7:00 PM  

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