Thursday, February 03, 2011

No te digo que no

Carlos pertenecía a aquella familia Escobar que editaba el periódico de Santa Gertrudis. Muy ilustre la familia, la más prominente durante el porfiriato y después de la Revolución. Porque en Santa Gertrudis no hubo Revolución: llegó tardía y la recomposición social todavía demoró un poco más. En los años treinta y a lo largo de los cuarenta los Escobar seguían siendo los Escobar. Vivían en el casa más grande del pueblo, regenteaban el hotel, trabajaban una imprenta. Familia grande, numerosa. Gentes del prototipo de los bonitos, blancos, rubios, ojos verdes, y con la peculiaridad de que casi todos los hermanos eran artistas. Y aparte, muy trabajadores, muy centaveros, muy empresarios. Músicos. De generación en generación sobrevive en la familia una fuerte cultura musical: se oyen en las noches la guitarra, las mandolinas, el piano, los violines. En las habitaciones de la casona cuelgan instrumentos y en los estantes se acumulan rollos de pianola. Por los corredores y los solares amosaicados se ensayan los valses. Enseñaban a todas las generaciones de quinceañeras a bailar. A las ricas, por supuesto. Era un ambiente muy refinado, muy cabrón con los prietos, los morenos, los aindiados, los pobres.
Carlitos Escobar. Un príncipe. Un pequeño príncipe en el reino del desierto de Santa Gertrudis. Lo crían las viejas de la familia, las señoras, las nanas, mujeres muy bellas, en todo ese ambiente de casona grande, con flores, jardines, música, billetes. En esa temporada va a haber muchos saraos. Todavía hay viejos que se acuerdan de cómo fueron discriminados de todas esas pachangas. Y este muchachón crece y a los quince años enamórase de una muchacha de otro estrato social: la Porfiria. Ellos, aristocracia de pueblo. Ella, clase media de pueblo.
Se conocen en el coro de la iglesia. Porfiria se acerca al órgano. Se toca allí más de una fuga de Bach. Y allí se empiezan a tratar, se gustan, cotorrean, se ponen de novios. Se avienta Carlitos y la solicita en amores. Novios, novios, al estilo de pueblo, de platicar, de manita sudada, de estar bajo los naranjos mucho tiempo juntos. Pero se enteran los padres muy pronto, el asunto llega a preocuparlos y le hacen a Carlitos una conminatoria:
—Carlitos –le dice la mamᬗ, no puedes. No puedes continuar tu relación con la Porfiria. No está bien. No puede ser. Me matarías.
El muchacho se va para atrás; no puede dar crédito a lo que oye, pero actúa un poco en esa consecuencia y hay un cambio en el trato. Los jóvenes sólo se veían en la iglesia, mientras ensayaban en las tardes o tocaban juntos los domingos. Suspendieron formalmente el noviazgo, pero siguieron queriéndose y haciendo música juntos y, quizás, lo mínimamente posible que les permitía el pueblo. Y así se quedaron un tiempo, refrendado el amor en términos de que estaban clavados. Nunca se puso él de novio con otra. Ni ella se fijó en nadie. Así se pasaron unos años distanciados. Carlos habló con sus padres y consiguió que lo autorizaran a verla en su casa, con la condición de que fuera afuera, de que sólo se vieran en la banqueta y estuviera allí alguien cerca de ellos que diera prueba fehaciente de que no se tocaban ni se besaban. No eran novios, pero sí lo eran en la medida en que estaban juntos. En ese tenor transcurrieron quince años. Diariamente. Diariamente. Puntualísimamente a las seis de la tarde, metiéndose el sol, cesando el calor, perfumado, bañado, arreglado, con su violín, con su mandolina, con su guitarra, Carlos Escobar salía a casa de la Porfiria Sagástegui.
Oscurecía en el pueblo o se hacían las ocho de la noche, las siete y media, el rosario, y terminaba la visita. Una hora o una hora y media. Quince años. Murió la mamá de Carlos. Y los enamorados siguieron viéndose otros cinco años. Pasó una guerra y dos revoluciones, pasó la revolución del veintisiete, pasó la guerra del veintitantos, pasó la guerra del cuarantaintantos, y ellos siguieron allí, adorándose.
Duraron treinta y cinco años de novios. A los quince murió la mamá de Carlos, pero luego siguió el papá, y luego el hermano, y después todos los Escobar. Los que no se murieron se fueron a Hermosillo. La familia declinó. Y a los treinta y cinco años, una de esas tardes en que la visitaba, le dijo:
—Prepárate. Dentro de tres días nos vamos en la diaria.
La diaria corría todos los días de Santa Ana a Caborca. Llegaba a Santa Gertrudis a mediodía y volvía de regreso en la tarde. Eran caminos reales, vecinales, brechas que cambiaban con las lluvias o el viento. La corrida diaria la hacía un camión blanco y rojo de Transportes Norte de Sonora.
A los treinta y cinco años Carlos y Porfiria dejaron Santa Gertrudis. Hizo su maletita él. Hizo su maletita la Porfiria. Y se fueron a Magdalena. Se hospedaron en el hotel El Cuervo y se pusieron una borrachera de una semana. Ya sesentones. Setenteando. Se casaron, lo festejaron en el hotel y a los pocos meses murieron en Santa Gertrudis.
Cuando desaparecieron la gente del pueblo trató a la Porfiria como a cualquier fugada. El juicio draconiano del pueblo no la perdonó. Virtualmente la tildó de puta. Pero regresó casada. Se instalaron en la casona vieja y a los pocos meses terminaron de estar en este mundo. No alcanzaron a tener hijos. No tuvieron el periodo biológico para la reproducción. Esperaron a que se muriera el último representante digno de la moral de aquellos para que ahora sí, muerto el último, se acabara la prohibición. Ya no tenían compromiso con nadie.

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